Por Rafael Bautista S.
Si el cambio constituía un proceso, eso significaba
que transitar el proceso mismo era lo que llenaba de contenido y sentido al
cambio. Pero cuando el cambio, imaginado “desde arriba”, es lo puramente
deducido de esquemas preconcebidos (inconscientes de su eurocentrismo),
entonces el transitar mismo ya no tiene sentido. Es más, el proceso mismo
empieza a diluirse, cuando lo que se asume no son los sentidos que produce el
proceso, sino aquellos que arrastra una izquierda que pretende dirigir un
proceso que no lo vive y, en consecuencia, no lo comprende.
Sólo se puede transitar lo nuevo cuando acontece un
desprendimiento lógico-existencial de lo viejo. Pero lo viejo no es lo pasado
sino lo estructurado como lo dado, lo establecido como sistema (colonial). La
denuncia derechista de “volver al pasado” hizo mella en una izquierda que tiene
por cuco su pasado de fracasos; por eso se afanó, ufano y febril, en demostrar
que lo suyo consistía también en “ir hacia adelante”, aunque ese “adelante”
signifique el mismo que postula la derecha: el “adelante” moderno, es decir, el
mito del “progreso infinito”, el mismo que nos está conduciendo, a la humanidad
y a la naturaleza, al suicidio global.
En el último conflicto, de modo unánime, gobierno y sindicatos,
mostraron aquello que los descubre como astillas del mismo palo (no sólo por la
intransigencia y tozudez, o la manía de la inmediatez y el simplismo, tanto en
el diagnóstico como en la pretendida solución); esto es: herederos de una
política que arrastran como maldición. Ambos denuncian al capitalismo y al
neoliberalismo pero, cuando uno impone medidas económicas y el otro demanda
reivindicaciones sectoriales, ambos afirman el núcleo del cual el capitalismo
es apenas su más acabada expresión económica: los mitos modernos.
Si el precio de la estabilidad económica, que apuesta
el gobierno, es el sometimiento a la dictadura de la macroeconomía (cuyos
criterios, desde el PIB, certifican todo, menos el bienestar concreto de la
gente de carne y hueso), entonces no hay posibilidad siquiera de imaginar otra
economía. A esto añadamos semejante miopía: creer que los criterios
mercadotécnicos son neutrales e imparciales del modelo que se pretenda seguir.
La ceguera conduce a creer que, porque el mercado
tiene la historia de la humanidad, el mercado global al cual se enfrentan
nuestras economías pobres, desde que hay capitalismo, es el mercado a secas. En
la historia de la humanidad, la institución llamada mercado nunca se había
expandido de un modo tan irracional como el actual, al grado de descomponer las
culturas, las relaciones humanas y la naturaleza, como sucede en el
capitalismo. No se trata del mercado como institución humana, anterior al mundo
moderno, sino de la resignificación de éste como mercado-centrismo moderno, que
apuesta por someter a la humanidad toda y a la naturaleza, al automatismo de
éste como condición para garantizar un supuesto interés general.
Confundir el mercado en general con el mercado moderno
capitalista ya es una confusión en el análisis. En función de gobierno, esta
confusión lleva a metidas de pata como el gasolinazo. Afirmar el mercado (aun a
secas) no quiere decir afirmar la vida, porque el mercado (como institución
humana) no se reproduce a sí mismo sino en la relación circular de la
racionalidad reproductiva de la humanidad y la naturaleza. Lo que desata la
modernidad, como caja de Pandora, es la subordinación de la humanidad y la
naturaleza al automatismo del mercado; la estabilidad de éste es sólo posible a
costa de aquellas. Si el mercado lo regula todo, la vida y la muerte ya no son
decisiones que le corresponda a la humanidad sino a las necesidades de la
expansión del mercado. La mercantilización de todo, hasta el aire y el
espíritu, como expansión definitiva del mercado, es lo que socava la vida
entera.
El lenguaje que expresa al mercado es el dinero; su
beatificación es como capital. Cuando nuevos ídolos se levantan, las multitudes
son congregadas para nuevos e infinitos sacrificios. Mercado y capital, en
santa alianza, producen su expansión mutua, desplazando sistemáticamente a la
humanidad y al planeta como meros suministradores de recursos. Por eso hay
globalización, porque la lógica de la acumulación del capital no conoce límites
y su expansión, traducida en la apertura de nuevos mercados, lo que hace es
mercantilizar toda la vida, para así cumplir las exigencias de la reproducción
del mercado capitalista global: si todo tiene precio, el mercado lo regula
todo, hasta la vida (quienes no puedan pagar el “derecho a vivir”, son
desechables).
El mercado global es aquel espacio al cual acceden
sólo quienes tienen dinero: apenas el 20% rico del planeta. Por eso los países
ricos abrazan y defienden el capitalismo, porque éste garantiza una estructura
mundial que somete a la humanidad restante y a la naturaleza a meros
suministradores de los apetitos del primer mundo. La sentencia no es gratuita:
el capitalismo sólo sabe desarrollar la tecnología y el sistema de la
producción socavando, al mismo tiempo, las dos únicas fuentes de riqueza: el
trabajo humano y la naturaleza. Marx no expone la lógica del capital por puro
afán teórico; si realiza una crítica a todo el sistema de categorías de la
economía burguesa es para mostrar el fetichismo en que cae ésta: creer que la
fuente de toda riqueza es el propio capital. No hay capital sin trabajo humano
y no hay trabajo sin naturaleza. Capital también existe antes del capitalismo,
pero su especificidad histórica consiste en el proceso de destrucción humana y
planetaria como condición de su acumulación progresiva
global.