Por Rafael Bautista S.
A
propósito de evaluar las últimas (e)lecciones subnacionales, conviene precisar
el sentido mismo de la evaluación. Pues en eso consiste la crítica; que no es
criticonería cómoda de la indiferencia (común a los analistas) sino, ante todo,
evaluación. La crítica es evaluativa porque no parte desde un afuera neutral
sino desde el compromiso común que no busca destruir sino construir. Ese
compromiso nos compromete en un mismo horizonte, de donde se deducen principios
y valores, desde los cuales la crítica tiene sentido; ese horizonte nos
proponía el “vivir bien”, la descolonización, el Estado plurinacional, etc. La
dirección y la consolidación de ese horizonte es lo que empezó a marcar las
distancias. Pues si en el destruir un orden dado, todos estamos de acuerdo, en
el construir un nuevo orden es donde aparecen inevitablemente las diferencias.
Construir ya no es tan fácil y en esa apuesta se ve que no todos buscábamos lo
mismo que pregonábamos. Detengámonos entonces en las lecciones que se deducen
de la última elección.
Cuando
la historia se repite es porque no se aprende nada de ella. Pues, de nuevo y
como por una maldición, el triunfo nacional no se tradujo en victorias locales.
La anterior experiencia ya debía haber servido para evaluar un proceder que
coincidía más con el “mandar mandando” que no con el “mandar obedeciendo”. El
tufillo soberbio del triunfo de la segunda elección presidencial descalificó
una necesaria autocrítica a nivel oficial y, en consecuencia, vino la sorpresa
–o el revés– de las elecciones subnacionales. Lo mismo sucedió ahora.
Al
parecer este proceder empieza con la apertura de la nueva constitución, después
de haber sido aprobada en Oruro. ¿Qué significaba eso? Que el poder constituido
se sobreponía sobre el nuevo poder constituyente y se reponía a costa de éste,
es decir, lo que debía ser transformado transformaba el nuevo proyecto estatal
a imagen y semejanza del carácter colonial del Estado liberal. Para ello debía
de operarse una sustitución: se desplazaba al sujeto plurinacional y, en su
lugar, se imponía un sujeto sustitutivo, que se hacía con las riendas del
proceso de cambio; éste ya no era más un proceso constituyente sino la máscara
de un mismo ciclo estatal.
Esto
tenía todos los sabores de un golpe de Estado, es decir, se arrebataba el poder
constituyente para reconstituir los viejos poderes, sacrificando al propio
proceso constituyente y, en consecuencia, al sujeto constituyente, o sea, al sujeto
plurinacional. Por eso el gasolinazo y el TIPNIS no eran episodios marginales
sino que ellos demostraban el abandono del horizonte constituyente que había
propuesto el sujeto plurinacional y, desde el cual, tenía sentido un proceso de
cambio en torno al “vivir bien” y la constitución de un Estado plurinacional.
Abandonado
el horizonte se explica la devaluación de la política en el inmediatismo y el
electoralismo. Cuando ya no hay horizonte entonces deviene la
instrumentalización de la política y todo consiste en preservarse en el poder.
Por eso ya no convenía “mandar obedeciendo”. Este sujeto sustitutivo no es el
sujeto plurinacional, por eso tampoco en su horizonte se vislumbra el “vivir
bien” sino el desarrollismo más capitalista. No es capaz de superar los
prejuicios de la izquierda del siglo XX y sigue creyendo que el capitalismo es
la etapa desarrollista necesaria para alcanzar el socialismo. Esa creencia le
oculta los efectos suicidas que produce la lógica del capital y que se traduce ahora
en crisis climática.
Si
no tiene conciencia ecológica es difícil que apueste al “vivir bien”; pues
sigue creyendo que, para lograr riqueza, hay que “dominar” a la naturaleza. En
el fondo, sigue siendo capitalista sin darse cuenta. Por eso, en su
idiosincrasia, lo indio que tenemos debe abandonarse y todo lo que proviene de
lo indígena debe quedar atrás en el tren del progreso y el desarrollo. No cree
en lo suyo, por eso lo condena, y apuesta por el mundo que ha producido el
dominador. Quiere ser eso. Por eso adopta su política. Si luchaba contra el
poder no era para democratizarlo sino para hacerlo suyo. Por eso desconfía de
su propio pueblo; pues si él se considera la sede del poder entonces debe
desconocer a la verdadera fuente del poder político. Por eso él se pone como
sujeto sustitutivo y desplaza al verdadero sujeto de la revolución y lo reduce
a un simple “obediente”. Por eso cree que puede moldearle a su antojo.
La
(e)lección pasada contiene esa paradoja no resuelta. Hegemonía no consistía en
el control absoluto sino en la capacidad de congregar a todos en un mismo
horizonte común. Una política de Estado a largo plazo es sólo posible desde esa
capacidad. Es cuando el todo de una nación apuesta al proyecto que ella misma
se plantea como su proyecto verdadero; por eso está dispuesta a cambiar el
sistema de creencias que le sostenía y apuesta por uno nuevo. Sólo en ese
sentido, el “vivir bien”, adquiría significado pleno. Pero cuando éste es una
pura bandera de la reposición del mismo Estado que se pretendía transformar,
entonces desaparece aquella base de nueva disponibilidad común.
Hegemonía
no quiere decir dominación. La dominación aparece cuando la hegemonía no puede
consolidarse. Hay hegemonía cuando el proyecto propuesto congrega y converge al
todo de la nación en un destino común. Sin hegemonía, el proyecto propuesto no
se hace efectividad, pues su legitimidad se vacía. Pero cuando, discursiva y
prácticamente, el proyecto no es capaz de congregar, entonces sucede la
tentación de la imposición. Entonces ya no se piensa lograr hegemonía sino
simple dominación.
En
el campo político, consolidar hegemonía es fundamental, porque lo otro es la
guerra, y allí sólo hay destrucción. Consolidar hegemonía no sólo es entendible
sino hasta deseable; en política, lo real se mide por la mayor legitimidad que
se logre. Eso es lo que quiere decir la frase de Hegel: “todo lo real es
racional y todo lo racional es real”. En política, lo racional es la
legitimidad y sólo cuando hay legitimidad, algo es real. La falta de legitimidad
de un Estado produce su irrealidad, aunque exista como institución (acaba
siendo un “Estado aparente”). El fundamento racional de toda legitimidad consiste
en el acontecimiento originario intersubjetivo de dotarse, una comunidad
política, de un proyecto de vida. Este acontecimiento intersubjetivo se produce
históricamente, y es adonde concurren las subjetividades para transformarse en
sujeto histórico, o sea, en pueblo.
Pero
la hegemonía absoluta, aunque deseable, es imposible fácticamente. El querer realizarla
es lo que acaba por vaciarla. La hegemonía deviene en pura dominación; y en eso
consiste la expropiación de la decisión. El pueblo ya no decide, sólo acata y
obedece. La democracia neoliberal se sostiene en ese artificio; expropiada la
decisión, el voto ya no decide, sólo confirma lo que ya se ha decidido. Pero
eso es imposición pura. Cuando ya no hay legitimidad horizontal, o sea,
hegemonía, entonces no queda otra que la dictadura. La carencia de perspectiva
conduce a aquello, porque toda hegemonía se produce en el tiempo estratégico;
cuando hay perspectiva hay horizonte, con proyección hay visión y sabiendo
mirar a lo lejos aprendemos a mirar, de mejor modo, lo que está cerca. Para
saber por dónde vamos tenemos que tener muy claro a dónde nos dirigimos. Sin
perspectiva no hay siquiera conciencia del lugar que ocupamos ahora.
Hegemonía
es dirección y, en política, si no hay dirección hay caos. Pero confundir,
hegemonía con dominación, supone una concepción devaluada del poder. Si todavía
se cree que el poder es algo que se le sustrae al pueblo, o aquello que el
pueblo concede (y renuncia) de modo definitivo, entonces lo que sucede es una
“expropiación de la decisión”. Pero si la decisión es expropiada en beneficio
de una elite entonces ya no hay legitimidad real.
El
pueblo ya no decide, sólo confirma una exigua legitimidad vertical (dirigencias
cooptadas). El político weberiano concibe el poder de ese modo, como el
“dominio legítimo ante obedientes”; por eso no ve en el pueblo a un sujeto sino
a un objeto, por eso no quiere actores, sólo obedientes, cree que el dominio es
algo legítimo, por eso no duda en imponer sus pareceres desde “arriba”. Una vez
que el pueblo le ha delegado su poder, cree que puede ejercerlo de modo impune,
sin tomar en cuenta a los demás y sin tener que rendir cuentas a nadie. Así
empieza la fetichización de la política: el asalto del poder. Pero, si el
pueblo es la sede soberana del poder, la primera y última sede de todo poder,
¿qué quiere decir “asaltar el poder” sino asaltar al pueblo mismo?
Entonces,
el afán de querer el poder absoluto logró confundir hegemonía con dominación.
Si ya no se puede convencer sólo queda el vencer. Pero, después de haber
derrotado el proyecto de la oligarquía, la verdadera victoria ya no quería
decir aplastar a alguien sino el ya no tener que aplastar a nadie. En la lógica
de vencer hay que vencer a todos, en consecuencia, uno se queda solo. Y así se
queda quien pretende el poder absoluto. Porque por querer tenerlo todo, acaba
no teniendo nada.
Lo
grave, en esa apuesta, es que arriesga el proyecto que lo llevó al poder. Por
eso no había nunca que confundir: ni el MAS ni el gobierno son el proceso de
cambio. Eso llevó a creer que defender al gobierno era defender al proceso de
cambio, que sin el MAS no había tal proceso. Eso hizo del liderazgo un puro
culto a la personalidad.
Por
eso el fracaso del MAS en las últimas elecciones no puede significar, lo que ya
anuncian los agoreros: “el comienzo del fin del proceso de cambio”. La
implosión en Venezuela no es aislada, también sucede en Argentina, en Brasil,
en Ecuador y en Bolivia; lo cual no es sólo imputable al Imperio sino también
al devaneo ideológico que han adquirido nuestros procesos. El abandono de
proyección estratégica civilizatoria y la ausencia de conciencia geopolítica,
están conduciéndonos a la inanición revolucionaria; lo cual hace que nuestros
gobiernos ya no actúen de modo proactivo y diluyan el contenido propositivo de
una verdadera liberación. Por eso el pragmatismo prima y la política se vuelve
puramente instrumental. Por eso en las últimas elecciones no había discusión
ideológica y todo consistía en ofertas y demandas de carácter puramente mercantil.
Por eso reencauzar el proceso tiene hoy más sentido que nunca.
La Paz,
Bolivia, 1 de abril del 2015
Rafael Bautista S.
autor de “la Descolonización de la Política.
Rafael Bautista S.
autor de “la Descolonización de la Política.
Introducción
a una Política Comunitaria”,
Plural
editores, la Paz, Bolivia
rafaelcorso@yahoo.com
rafaelcorso@yahoo.com