El golpe civil-militar producido en Honduras, delata una
rearticulación, no sólo de las oligarquías latinoamericanas, sino del propio
poder norteamericano. También delata el carácter colonial de un Estado, en cuyo
interior se origina una sedición –pues no sólo se trata de un golpe militar
sino congresal, judicial y electoral– contra un gobierno legítimo y contra el
propio pueblo, al cual, en definitiva, golpea. La aventura que, ahora, busca la
“negociación”, como modo de legitimar un acto de sedición, no es tan
desesperada como se cree. Tampoco pareciera tratarse sólo de un ensayo
desvariado. Lo que empieza a cobrar cuerpo es el renacimiento de una
geopolítica de la distensión. En sus dos sentidos, se trata tanto de dislocar
como de aflojar: se pretende dislocar una posible consolidación centroamericana
del ALBA y de aflojar la fuerza, mediante la amenaza, de gobiernos democráticos
de la región. Es decir, lo que interesa al Pentágono no es el golpe en
sí, sino el calibre de la respuesta que pueda ofrecer un bloque conjunto del
sur.
Por eso dilata el desenlace, y desvía su cauce hacia ámbitos
“legales” (pertinentes al sector dominante), para medir la magnitud que pueda
tener una respuesta latinoamericana. Más allá de los discursos, la capacidad
efectiva institucional de respuesta –ya sea del ALBA, del UNASUR, o de la misma
OEA– está demostrando ser todavía débil. El propósito inicial sería debilitar,
aun más, toda respuesta conjunta, sobre todo centroamericana; de ese modo
aislar a Chavez, para que su mirada se dirija exclusivamente a un sur (donde la
derecha recupera posiciones en Argentina y Uruguay, y donde Colombia y Perú se
reafirman como satélites) con menos capacidad de acción. Si se lograra
debilitar el bloque del sur (por eso la presidenta Cristina se preocupa, porque
algo similar le puede ocurrir en Argentina), las burguesías de Brasil y
Argentina, no tardarían en sacrificar un destino común y soberano, por
proyectos mezquinos, ligados siempre a la sobrevivencia del imperio
agónico del norte. Como es costumbre, en nuestra historia colonial, la clase
dominante apostaría su sobrevivencia condenándonos, otra vez, a una nueva
dependencia (también con la complicidad de una izquierda extremista que
sacrificaría al pueblo por sus maximalismos).
Por eso, la verdadera respuesta que podamos ofrecer, pasa por
la movilización popular y la ampliación democrática del conjunto de las
decisiones. La sede soberana del poder es el pueblo mismo; devolverle esa
soberanía es la única garantía de esta nueva y definitiva independencia. Los
imperios siempre han menospreciado a los pueblos y, en ese menosprecio, sin
advertirlo, han socavado siempre su poder. Por eso las grandes cadenas de
información intentan ocultar el repudio popular al golpe, e insisten en la
invención mediática de legitimidad que necesitan los golpistas para lavar su
imagen ante el mundo. El ya fenecido imperio gringo (ya que el fracaso en Irak
y la crisis financiera global han puesto fin al poder unipolar mundial)
patrocina un desenlace “legal”, porque sabe que el orden constituido, en países
como Honduras, puede asegurar la impunidad y la injerencia. Lo que no concibe
su apuesta es una respuesta popular, es decir, democrática. A estas alturas, un
nuevo revés, como el dado en Venezuela, el 2002, y en Bolivia, el 2008,
arrinconaría a la derecha continental al baúl de los recuerdos.
Por eso no es algo ajeno lo que sucede en Honduras. Aquel
golpe retrata, de cuerpo entero, a la derecha jurásica que padecemos en
nuestros países. Su prepotencia discursiva y el abuso de su fuerza muestran, en
definitiva, la ausencia de legitimidad que perfora toda su añorada estabilidad;
consecuencia inevitable de haberse sostenido siempre en intereses
antinacionales. La débil burguesía y su consecuente capitalismo raquítico,
nunca se propuso construir legitimidad nacional. Lo que se tradujo en su
devaluación en simple oligarquía, incapaz de asumir su propio desarrollo en un
desarrollo nacional. Es decir, devenir en oligarquía amputó, para siempre, su
posibilidad de constituirse en burguesía efectiva; de ese modo, el sector
dominante, se condenó a una dependencia sistemática del capital transnacional.
Subordinándose a un capital ajeno nunca fue capaz de generar un capital propio.
Subdesarrollando a su país se subdesarrolló a sí mismo, como simple gestionador
del saqueo.
El precio que pagamos, gestionado por las oligarquías, fue el
cercenamiento de nuestra soberanía, el holocausto de nuestros pueblos y la rifa
de nuestros recursos. El ejercicio del poder, en manos de las oligarquías, se
redujo a la necrológica administración de la pura represión. Honduras es claro
ejemplo de ello. No en vano fue trampolín estratégico de la CIA, para
planificar, desde allí, el derrocamiento del gobierno democrático, en
Guatemala, de Jacobo Arbenz. Desde aquel 1954, la historia de golpes militares,
made in USA, no paró en nuestro continente. También Honduras fue punta de lanza
para la invasión a Cuba, en el 61; así como cuartel de los contras y de 20.000
mercenarios, entrenados por la CIA para destruir la revolución sandinista, en
los ochenta. Por eso no es raro encontrar allí una derecha de tamaña
insolencia: destruir con las armas una consulta popular.
Pero eso no lo hace sola (el cobarde nunca actúa sino es al
amparo del poderoso). Por eso el grupo derechista Paz y Democracia (financiado
por USAID) puede señalar, vía CNN, que “no hubo golpe sino una transición a la
democracia”. Si el mismo congreso hondureño es parte del golpe, lo es porque la
constitución que defienden (a la cual señalan tener “principios pétreos”, es
decir, intocables, como si fuesen sagrados) es obra de la subordinación tácita
a la administración Reagan. Aquella supuesta “pétrea” carta constitucional, es
producto de la guerra fría; se trata de una carta normativa que limita la
participación popular en asuntos públicos. Entonces, ¿de qué democracia dicen
sentirse guardianes? De la misma democracia que, en Bolivia, dicen defender los
terroristas (protegidos por la derecha prefectural del oriente, los comités
cívicos, los grupos de poder, medios de comunicación y partidos neoliberales;
entidades apoyadas y hasta financiadas por USAID, NED, CONFILAR, SIP, etc.): la
democracia made in USA. Democracia concebida por la “Comisión Trilateral”,
adoptada por sociedades domesticadas en las dictaduras de “seguridad nacional”,
para consentir un saqueo más sofisticado.
La democracia que nos vendieron costó nuestra dignidad:
habíamos justificado una reconquista. En ese sentido, quienes padecieron
siempre el peso real del sometimiento nacional, habían insistido, desde su exclusión
centenaria, en mostrarnos la envergadura de la contradicción que arrastrábamos:
sin incorporación de la nación toda, es imposible cualquier desarrollo. Tampoco
podemos desarrollar una política coherente de liberación, sin incorporación
real del sujeto del cambio: el pueblo. Por eso, toda solución pasa por
reconocer que la sede soberana del poder es el propio pueblo. Si una política
de dominación ha consistido siempre en la fragmentación del pueblo, una
política de liberación pasa por la conjunción estratégica del pueblo. Y de los
pueblos.
Lo que es congruente a nivel nacional lo es también a nivel
continental. Por eso Washington castiga a Honduras, para sentar un precedente,
una advertencia para los otros países del Caribe: lo que podría suceder si se
acercan a Chávez. Distender es también separar; por ello la respuesta al golpe
no puede ser unilateral sino conjunta, incorporando en una sola voz a todos los
pueblos de nuestra América. Porque, además, el detonante fue la derogación de
una indigna decisión que tomó la OEA el 1962. La reparación de aquella
injusticia se produjo en San Pedro Sula, Honduras: por primera vez, de modo
soberano, la OEA reconocía la injusticia cometida contra Cuba. Esto irritó no
sólo a los gusanos de Miami sino al Pentágono. Quienes descargaron sus ímpetus
en un castigo ejemplar, con la complicidad de la derecha hondureña. El castigo
es advertencia para todos, por eso la repuesta sólo puede ser conjunta y
unánime.
Pero la estrategia geopolítica de la distensión (que
pretenden los gringos) no acaba en un simple castigo, va más allá. Si el golpe
se consolidara, generaría un efecto dominó. Lo que Washington estaría
procurando es desplazar a un aliado de Chávez (y arrinconar a los otros), con
el fin de menguar su influencia en el Caribe; influencia también negativa para
los intereses oligárquicos regionales (no es ningún secreto la estrecha
relación de intereses entre las oligarquías de Honduras y Costa Rica; por ello,
el interés de Arias, avalado por Washington, no puede ser consentido
inocentemente). Si no triunfara el golpe, Washington y la derecha hondureña,
vía “negociaciones”, se encargarían de arrinconar a Zelaya, para hacerle
imposible ejercer un mando real, e imposibilitarle toda acción para, en menos
de 6 meses, poner un candidato títere. Esta posibilidad es la que empieza a
entusiasmar a las oligarquías; por eso se dilata el desenlace, haciendo del
desgaste de las movilizaciones populares, el antecedente de una política de
resignación que asuman los demás gobiernos. El triunfo inmediato se
manifestaría en fracturar una consolidación centroamericana del ALBA.
La siguiente fase enfocaría su atención en el sur. Porque las
cosas no se pintan tan desesperanzadoras para Washington: en Argentina y
Uruguay triunfa la derecha (a esto se suma la vuelta de la mafia a la política
mexicana). Perú y Colombia son fichas a las cuales no ha de renunciar. De ese
modo, rearticular a las demás derechas del continente, para lanzar una nueva
ofensiva de recuperación geopolítica, no le parece tan descabellado. Por eso la
derecha boliviana (sobre todo la más fascista, la cruceña) ve con buenos ojos
el golpe en Honduras; es eso lo que desearían ver replicado en el país que ven
perder. Por eso, después de fracasado el golpe cívico-prefectural y descubierta
la intentona separatista vía terrorismo, no conciben otra apuesta que la misma
que originó su poder: subordinarse al amo. En eso consiste su incapacidad
histórica; lo que se traduce en su imposibilidad de emancipación. Por eso
berrea, hasta de modo histriónico, todas las virtudes y valores que levanta,
porque, en el fondo, son aquello que nunca ha practicado ni desarrollado. Si
reclama democracia, cuando de hecho la goza, es porque nunca fue demócrata; su
justicia nunca fue justa, así como su libertad nunca significó liberación. El
opresor no está en posición moral de reclamar aquello que, sistemáticamente, ha
negado al pueblo: democracia, justicia y libertad. Las oligarquías
latinoamericanas no pueden negar su complicidad en el exterminio de sus pueblos
y el saqueo de sus países. Toda nuestra historia es prueba de esa complicidad.
Ante aquella evidencia, con todo el peso histórico que significa su
descubrimiento, esgrimen una reacción insensata y, otra vez, abrazan una
confabulación antinacional y anticontinental. El golpe en Honduras las retrata
a todas. Aquella prepotencia es muestra de una manifiesta debilidad: el débil
siempre se apoya en el fuerte. Bajo su sombra conspira. Pero lo que no puede
advertir su ceguera es la respuesta de los pueblos. En ésta se encuentra la
única garantía de que estos cambios consoliden un cambio de época. Por eso,
frente a la democracia restringida que se quiere imponer, hay que responder
contundentemente con la unanimidad democrática de la soberanía recuperada. El poder
lo ejerce, siempre y en última instancia, el pueblo. Toda otra instancia es
producto de una delegación inicial que cede el poder originario; por eso,
gobernar no es dominar sino obedecer. La dominación sólo puede afirmarse por
las armas, por eso no hay nunca legitimidad en este ejercicio. La única posible
legitimidad se origina en el propio pueblo. Y es el único que puede,
devolviéndose su facultad original, destituir a todos quienes pretendan
expropiar la sede soberana del poder.
La Paz, Bolivia, 15 de julio de 2009
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