miércoles, mayo 11, 2016

LA FRACTURA GEOPOLÍTICA DE SUDAMÉRICA EMPIEZA EN BRASIL


Por Rafael Bautista S.
 Si la diplomacia abierta está diseñada para el consumo informativo (pues algo se tiene que informar), la política exhibida mediáticamente está concebida para moldear opinión pública. Ninguna tiene, como misión, orientar y, menos, generar una relación crítica con los hechos políticos (el nuevo circo romano es virtual); lo que se informa no contiene nada que no sea lo permitido por la función asignada, es decir, lo que se sabe es apenas lo que una administración selectiva de información permite saber (este control, por supuesto, no es del todo perfecto; su éxito es proporcional al grado de domesticación producida). La interpretación de los hechos políticos son, de ese modo, circunscritos dentro de los márgenes permisibles que establece un poder estratégico que sabe la importancia del manejo de la información.
La diplomacia abierta es un concepto que sintetiza la visión aristocrática de la democracia moderna: el pueblo no tiene por qué saber lo que realmente está en juego. El pueblo obedece, no decide. Quienes deciden son los protagonistas de la diplomacia profunda y son los artífices de la política real. Lo que se ve es apenas el teatro mediático, la tragicomedia política; pero la trama, el argumento y el meollo del asunto, no pueden exhibirse, ni siquiera en el propio desenlace. Porque descubrir esto es revelar los propósitos del nivel profundo y esto significa desenmascarar al poder detrás del trono.
Hoy en día, la mediocracia ha monopolizado toda mediación entre individuo y realidad, haciendo de la opinión pública su patrimonio privado. La información se ha convertido en un recurso estratégico de control político, haciendo de ésta la marca registrada de todo fenómeno comunicacional; pero no es la información, en sí, lo que produce conocimiento, sino la reflexión que tematiza el sentido que contiene la información; tampoco es el contacto directo con los hechos lo que permite comprensión sino el tener perspectiva, así como la objetividad no se mide por la neutralidad sino por los criterios éticos que se asume. Entonces, para tener una visión clarificada de los acontecimientos, hay que superar el cerco mediático y desenmarañar los contenidos informativos que propaga la prensa y, de los cuales, ni ella misma es consciente.
Lo que sucede en Brasil no puede sopesarse a partir de lo que se exhibe mediáticamente; esa información sólo produce confusión y no permite entrever lo que realmente está en juego. Las denuncias de corrupción gubernamental es un teatro montado para los ingenuos en geopolítica, que es el modo cómo se está definiendo la nueva reconfiguración global. En ese sentido, la posible destitución de la presidenta Dilma no está lejos de todo lo que ha venido aconteciendo desde el golpe en Honduras y Paraguay.
Bajo la nueva nomenclatura implantada por las guerras de cuarta generación, un golpe de Estado puede ahora prescindir del uso de la fuerza militar. El “impeachment” es una nueva modalidad del concepto de “golpe suave”, que se impone el “smart power” como una forma de reducir las expectativas democráticas de los pueblos, sin alteración del orden constitucional y promovida por la propia institucionalidad democrática. Lo que pareciera un contrasentido no es más que la constatación de una capitulación jurídica que la izquierda continental no ha sabido tematizar.
Algo que la visión economicista de la izquierda latinoamericana no entiende es que el neoliberalismo no es simplemente un modelo económico. No es políticamente que el neoliberalismo penetra en nuestros Estados sino jurídicamente. La doctrina del shock nos muestra cómo el dogma neoliberal penetra en nuestras sociedades pero no nos enseña cómo llega a encarnar en la estructura misma del Estado. Lo que sucede en Brasil es muestra del modo cómo el régimen normativo de los Estados es capturado por el concepto de derecho que patrocina la actual hegemonía financiera del dólar-centrismo.