¿EMPATE TÉCNICO O
CATASTRÓFICO?
Nunca como ahora tuvo tanta pertinencia aquella desafortunada
invención de nuestro vicepresidente. Pues si el supuesto empate tiene sabor a
derrota, entonces la figura del “empate técnico” es sólo un amargo consuelo
(pretendiendo hacer de la derrota empate, lo técnico resulta una mera alquimia
que sueña convertir plomo en oro). Nunca la retórica del empate se hace tan
amarga como cuando se pretende disfrazar una derrota que confirma la no
correspondencia entre la realidad y su interpretación. En ese sentido, lo
técnico encubre una catástrofe: el gigante de bronce se descubre con pies de
barro. Marx decía que la historia se repite dos veces, una como tragedia y otra
como comedia. Lo que no dijo es que la comedia no es tal para el que la sufre;
la tragedia continúa y hasta con más saña (por eso la historia está para
aprenderla, no sólo para citarla).
El “empate catastrófico” que acuñó el vice disolvió –aquél
entonces– la hegemonía popular en una capitulación al orden instituido. Sucedió
como en nuestro futbol: cuando íbamos ganando, el d.t. resuelve replegarse y
actuar a la defensiva; por “cuidar” el resultado se pierde. Eso delata un
proceder conservador. Y eso sucedió con la Asamblea Constituyente; no sólo
cuando se recorta su conformación popular sino cuando se la desconoce y el
orden instituido (gobierno y partidos tradicionales) se sobrepone por sobre la
Asamblea Constituyente, es decir, por sobre el nuevo orden constituyente, y
realiza 144 modificaciones a la nueva constitución política que debía dar nacimiento
al Estado plurinacional. Ya dijimos que eso se trataba de un coup d’Etat (http://rebelion.org/noticia. php?id=136618);
pues de ese modo se desplazaba al sujeto plurinacional y lo democrático y
revolucionario del “proceso de cambio” quedaba domesticado bajo las
prerrogativas de la recomposición liberal del Estado colonial. Lo catastrófico
no era un tal supuesto empate sino la capitulación hecha por un sujeto
sustitutivo que, a nombre del pueblo, raptaba el poder popular para legitimar
un nuevo proyecto elitario.
El termidor de la revolución había aparecido y la tensión
conservadora, ahora con retorica plurinacional, convertía la gesta popular en
una aventura hasta personal. Ahí nace el “evismo”, que en realidad es un
alvarismo, pues el culto a la personalidad es siempre un recurso señorial que
digita el poder detrás del trono; el liderazgo se hace aparente porque lo hace
dependiente del culto que se le prodiga (el hombre le hace caricias al caballo
para montarlo). El poder ahora lo ostenta el adulador, no el objeto de la
adulación, pues ello le genera una suerte de viciosa dependencia (la política,
no en vano, está lleno de llunq’us, los que se humillan primero para humillar
después). Por eso está escrito: “si quieres destruir a alguien, llénale de
honores”. No hay mayor daño a un líder que el mimo continuo y la lisonja
exagerada. Se genera el síndrome del rey cercado:
El séquito eleva al rey a condición divina porque su
presencia es lo único que garantiza la existencia del séquito (ya que sin el
rey son nada). El rey se hace omnipotente pero necesita del séquito, y el
séquito necesita un rey dependiente. Por eso lo aísla y lo envuelve; de modo
que todo lo hacen por él y, de ese modo, el rey ya no ve con sus ojos sino con
los ojos del séquito, ya no escucha sino con los oídos de ellos; su contacto
con la realidad está mediado por esa presencia que más le envuelve cuanto más
lo endiosa. Pero el rey no es dios y, cuando esto se hace evidente, es cuando
el rey ya no le sirve al séquito; entonces lo sacrifican y hasta lo elevan al
martirio. De ese modo aparecen incólumes, haciendo del rey el chivo expiatorio
que cargará con todas las culpas y todos los pecados; mientras el séquito,
limpio e inmaculado, salvado por la sangre del inmolado, se dedicará, otra vez,
a buscar un nuevo rey.