martes, febrero 23, 2016

EN HOMENAJE A LAS SEIS VICTIMAS DEL 17 DE FEBRERO DE 2016


¿EMPATE TÉCNICO O CATASTRÓFICO?
Por Rafael Bautista S.
Nunca como ahora tuvo tanta pertinencia aquella desafortunada invención de nuestro vicepresidente. Pues si el supuesto empate tiene sabor a derrota, entonces la figura del “empate técnico” es sólo un amargo consuelo (pretendiendo hacer de la derrota empate, lo técnico resulta una mera alquimia que sueña convertir plomo en oro). Nunca la retórica del empate se hace tan amarga como cuando se pretende disfrazar una derrota que confirma la no correspondencia entre la realidad y su interpretación. En ese sentido, lo técnico encubre una catástrofe: el gigante de bronce se descubre con pies de barro. Marx decía que la historia se repite dos veces, una como tragedia y otra como comedia. Lo que no dijo es que la comedia no es tal para el que la sufre; la tragedia continúa y hasta con más saña (por eso la historia está para aprenderla, no sólo para citarla).
El “empate catastrófico” que acuñó el vice disolvió –aquél entonces– la hegemonía popular en una capitulación al orden instituido. Sucedió como en nuestro futbol: cuando íbamos ganando, el d.t. resuelve replegarse y actuar a la defensiva; por “cuidar” el resultado se pierde. Eso delata un proceder conservador. Y eso sucedió con la Asamblea Constituyente; no sólo cuando se recorta su conformación popular sino cuando se la desconoce y el orden instituido (gobierno y partidos tradicionales) se sobrepone por sobre la Asamblea Constituyente, es decir, por sobre el nuevo orden constituyente, y realiza 144 modificaciones a la nueva constitución política que debía dar nacimiento al Estado plurinacional. Ya dijimos que eso se trataba de un coup d’Etat (http://rebelion.org/noticia.php?id=136618); pues de ese modo se desplazaba al sujeto plurinacional y lo democrático y revolucionario del “proceso de cambio” quedaba domesticado bajo las prerrogativas de la recomposición liberal del Estado colonial. Lo catastrófico no era un tal supuesto empate sino la capitulación hecha por un sujeto sustitutivo que, a nombre del pueblo, raptaba el poder popular para legitimar un nuevo proyecto elitario.
El termidor de la revolución había aparecido y la tensión conservadora, ahora con retorica plurinacional, convertía la gesta popular en una aventura hasta personal. Ahí nace el “evismo”, que en realidad es un alvarismo, pues el culto a la personalidad es siempre un recurso señorial que digita el poder detrás del trono; el liderazgo se hace aparente porque lo hace dependiente del culto que se le prodiga (el hombre le hace caricias al caballo para montarlo). El poder ahora lo ostenta el adulador, no el objeto de la adulación, pues ello le genera una suerte de viciosa dependencia (la política, no en vano, está lleno de llunq’us, los que se humillan primero para humillar después). Por eso está escrito: “si quieres destruir a alguien, llénale de honores”. No hay mayor daño a un líder que el mimo continuo y la lisonja exagerada. Se genera el síndrome del rey cercado:
El séquito eleva al rey a condición divina porque su presencia es lo único que garantiza la existencia del séquito (ya que sin el rey son nada). El rey se hace omnipotente pero necesita del séquito, y el séquito necesita un rey dependiente. Por eso lo aísla y lo envuelve; de modo que todo lo hacen por él y, de ese modo, el rey ya no ve con sus ojos sino con los ojos del séquito, ya no escucha sino con los oídos de ellos; su contacto con la realidad está mediado por esa presencia que más le envuelve cuanto más lo endiosa. Pero el rey no es dios y, cuando esto se hace evidente, es cuando el rey ya no le sirve al séquito; entonces lo sacrifican y hasta lo elevan al martirio. De ese modo aparecen incólumes, haciendo del rey el chivo expiatorio que cargará con todas las culpas y todos los pecados; mientras el séquito, limpio e inmaculado, salvado por la sangre del inmolado, se dedicará, otra vez, a buscar un nuevo rey.

jueves, febrero 04, 2016

¿FIN DE CICLO O CICLO DEL FIN?

Por Rafael Bautista S.
Una grandilocuente narrativa invade los cielos que habían proyectado los procesos populares en Latinoamérica. Se anuncia su ocaso a los cuatro vientos. Los analistas dicen amen y los medios dirigen las endechas anticipadas de un velorio que creen inminente. Pero se olvidan de algo: lo que vivimos No fue un ciclo. El estribillo de los ciclos son recurrentes en una visión anquilosada de la historia (de leyes metafísicas que sostienen una regularidad más allá de la praxis humana) propia de la izquierda del siglo XX y ahora, al parecer, de lo que queda de la derecha reciclada; lo cíclico es, más bien, esa visión que sirve de muletilla a pronósticos oraculares travestidos de análisis político. De lo que se trata es siempre de darle una direccionalidad a los acontecimientos, lo cual ya significa determinar el sentido de estos. Por eso la historia no es lineal y no se compone de ciclos, estos son apenas una percepción esquemática de las coyunturas. La historia, en cuanto patrimonio humano, es siempre creación histórica y no simple medición cronológica, es decir, es el escenario en que la libertad humana desafía toda regularidad.
Lo que pretende la narrativa del fin de ciclo es, de modo premeditado, disolver el horizonte de referencia emancipatoria propuesto, sobre todo, por los pueblos indígenas; porque aquella señalación maniquea que se hace de los gobiernos, busca disolver en su ambiguo desempeño los nuevos contenidos que, como proyecto político, constituían la novedad que hizo tambalear las certidumbres propias de la política y del Estado moderno-liberal.
Reducir todo a los erráticos desempeños gubernamentales es disolver la misma potencia revolucionaria popular en los avatares de su élite circunstancial. Por eso la narrativa del fin de ciclo es más que una descripción, porque actualiza aquella retórica aristocrática que condena toda rebelión popular como deicidio, para así justificar su persecución y aniquilación. Eso desde Cicerón (contra Catilina) hasta Margaret Thatcher y la doctrina Bush (el mismo Popper se dedicó a demonizar a los que querían el cielo en la tierra; esos utópicos son ahora los populistas, los que encienden las demandas populares; contra estos va dirigida la nueva cruzada en forma de narrativa). La consigna neoliberal de “no hay alternativas” fue sólo posible destruyendo toda otra alternativa. Sólo de ese modo pudo haberse impuesto la cultura neoliberal en el imaginario social del individuo moderno (que no admite perdedores, sólo ganadores).
Aunque se crea libre y forjador soberano de su destino, sigue haciendo de la tragedia griega la escenografía de su propia fatalidad: la libertad es sólo posible mientras los dioses duermen. El caso de Grecia es más que casual. Ya no son los dioses del Olimpo o el dios de la cristiandad sino el dios capital y el mercado (ante los cuales se inclina toda la institucionalidad financiera –como la Troika, que poco le importa el pueblo, la democracia o la justicia– que religiosamente ofrece cuotas de sangre al apetito insaciable de los nuevos ídolos modernos). Ante estos continua el sacrificio inevitable de una humanidad rehén de poderes omnipotentes que actúan al margen de la propia vida.
La narrativa impuesta es parte de la normalización que impone un mundo que se resiste a otro orden que no sea el que impone la supremacía única de USA. Esta es la doctrina que prevalece entre los neocons o halcones straussianos, como única política exterior gringa. Por eso el fin de ciclo no se dirige sólo a Latinoamérica sino también a los BRICS, en especial a Rusia y China y a toda otra disidencia que pretenda objetar la supremacía gringa: se acabó el recreo, o capitulan o los aplastamos. Se trata de sobrevivencia cruel. El mundo ya no es unipolar y, aunque ahora tripolar (después del revés ruso en Ucrania y Siria, y la admisión del FMI del yuan como cuarta divisa de reserva mundial), la actual guerra fría (sobre todo financiera, como guerra de divisas) está reconfigurando la nueva cartografía geopolítica global, hacia una multipolaridad que podría desembocar en una ceropolaridad. El desafío de esto consiste en que, sin centro único, el equilibrio dependería de la complementariedad de apuestas civilizatorias sin pretensión hegemónica.