Por Rafael Bautista S.
Si el cambio constituía un proceso, eso significaba
que transitar el proceso mismo era lo que llenaba de contenido y sentido al
cambio. Pero cuando el cambio, imaginado “desde arriba”, es lo puramente
deducido de esquemas preconcebidos (inconscientes de su eurocentrismo),
entonces el transitar mismo ya no tiene sentido. Es más, el proceso mismo
empieza a diluirse, cuando lo que se asume no son los sentidos que produce el
proceso, sino aquellos que arrastra una izquierda que pretende dirigir un
proceso que no lo vive y, en consecuencia, no lo comprende.
Sólo se puede transitar lo nuevo cuando acontece un
desprendimiento lógico-existencial de lo viejo. Pero lo viejo no es lo pasado
sino lo estructurado como lo dado, lo establecido como sistema (colonial). La
denuncia derechista de “volver al pasado” hizo mella en una izquierda que tiene
por cuco su pasado de fracasos; por eso se afanó, ufano y febril, en demostrar
que lo suyo consistía también en “ir hacia adelante”, aunque ese “adelante”
signifique el mismo que postula la derecha: el “adelante” moderno, es decir, el
mito del “progreso infinito”, el mismo que nos está conduciendo, a la humanidad
y a la naturaleza, al suicidio global.
En el último conflicto, de modo unánime, gobierno y sindicatos,
mostraron aquello que los descubre como astillas del mismo palo (no sólo por la
intransigencia y tozudez, o la manía de la inmediatez y el simplismo, tanto en
el diagnóstico como en la pretendida solución); esto es: herederos de una
política que arrastran como maldición. Ambos denuncian al capitalismo y al
neoliberalismo pero, cuando uno impone medidas económicas y el otro demanda
reivindicaciones sectoriales, ambos afirman el núcleo del cual el capitalismo
es apenas su más acabada expresión económica: los mitos modernos.
Si el precio de la estabilidad económica, que apuesta
el gobierno, es el sometimiento a la dictadura de la macroeconomía (cuyos
criterios, desde el PIB, certifican todo, menos el bienestar concreto de la
gente de carne y hueso), entonces no hay posibilidad siquiera de imaginar otra
economía. A esto añadamos semejante miopía: creer que los criterios
mercadotécnicos son neutrales e imparciales del modelo que se pretenda seguir.
La ceguera conduce a creer que, porque el mercado
tiene la historia de la humanidad, el mercado global al cual se enfrentan
nuestras economías pobres, desde que hay capitalismo, es el mercado a secas. En
la historia de la humanidad, la institución llamada mercado nunca se había
expandido de un modo tan irracional como el actual, al grado de descomponer las
culturas, las relaciones humanas y la naturaleza, como sucede en el
capitalismo. No se trata del mercado como institución humana, anterior al mundo
moderno, sino de la resignificación de éste como mercado-centrismo moderno, que
apuesta por someter a la humanidad toda y a la naturaleza, al automatismo de
éste como condición para garantizar un supuesto interés general.
Confundir el mercado en general con el mercado moderno
capitalista ya es una confusión en el análisis. En función de gobierno, esta
confusión lleva a metidas de pata como el gasolinazo. Afirmar el mercado (aun a
secas) no quiere decir afirmar la vida, porque el mercado (como institución
humana) no se reproduce a sí mismo sino en la relación circular de la
racionalidad reproductiva de la humanidad y la naturaleza. Lo que desata la
modernidad, como caja de Pandora, es la subordinación de la humanidad y la
naturaleza al automatismo del mercado; la estabilidad de éste es sólo posible a
costa de aquellas. Si el mercado lo regula todo, la vida y la muerte ya no son
decisiones que le corresponda a la humanidad sino a las necesidades de la
expansión del mercado. La mercantilización de todo, hasta el aire y el
espíritu, como expansión definitiva del mercado, es lo que socava la vida
entera.
El lenguaje que expresa al mercado es el dinero; su
beatificación es como capital. Cuando nuevos ídolos se levantan, las multitudes
son congregadas para nuevos e infinitos sacrificios. Mercado y capital, en
santa alianza, producen su expansión mutua, desplazando sistemáticamente a la
humanidad y al planeta como meros suministradores de recursos. Por eso hay
globalización, porque la lógica de la acumulación del capital no conoce límites
y su expansión, traducida en la apertura de nuevos mercados, lo que hace es
mercantilizar toda la vida, para así cumplir las exigencias de la reproducción
del mercado capitalista global: si todo tiene precio, el mercado lo regula
todo, hasta la vida (quienes no puedan pagar el “derecho a vivir”, son
desechables).
El mercado global es aquel espacio al cual acceden
sólo quienes tienen dinero: apenas el 20% rico del planeta. Por eso los países
ricos abrazan y defienden el capitalismo, porque éste garantiza una estructura
mundial que somete a la humanidad restante y a la naturaleza a meros
suministradores de los apetitos del primer mundo. La sentencia no es gratuita:
el capitalismo sólo sabe desarrollar la tecnología y el sistema de la
producción socavando, al mismo tiempo, las dos únicas fuentes de riqueza: el
trabajo humano y la naturaleza. Marx no expone la lógica del capital por puro
afán teórico; si realiza una crítica a todo el sistema de categorías de la
economía burguesa es para mostrar el fetichismo en que cae ésta: creer que la
fuente de toda riqueza es el propio capital. No hay capital sin trabajo humano
y no hay trabajo sin naturaleza. Capital también existe antes del capitalismo,
pero su especificidad histórica consiste en el proceso de destrucción humana y
planetaria como condición de su acumulación progresiva
global.
No es de extrañar que rápidamente el gobierno haya
abrazado el paradigma desarrollista eurocéntrico, porque, en el fondo, la
izquierda afirma de modo ingenuo la cosmovisión que presupone el capitalismo:
la modernidad. No se puede superar al capitalismo si, en definitiva, se parte
de sus propios presupuestos; ese es el drama de la izquierda: en su lucha
contra el capitalismo lo que logra, de modo paradójico, es su pura reposición.
Al perseguir la modernización de todo, no entra en cuenta que el proyecto
moderno es precisamente el concebido por Europa y USA para desarrollar al
primer mundo a costa del tercer mundo; pretender ese tipo de desarrollo (que se
confunde como sinónimo de todo posible desarrollo) es condenarnos siempre al
subdesarrollo.
Es lo que pretendió el Estado colonial: abrazar un
proyecto ajeno como si se tratara del propio; esto condujo a su carácter
aparente: para ser debía estar en contra de su propio contenido nacional. Por
eso descolonizar el Estado no significaba el puro cambio de nombre o de color o
de bandera, sino la reconstitución del contenido propio del Estado; esto quiere
decir, en definitiva, la reconstitución del sujeto nacional, como proyecto de
su propio desarrollo. Por eso no se trata de prestarse proyectos ajenos sino de
producir el proyecto que se deduzca de la propia historia y la propia realidad,
que tenga como contenido la toma de conciencia de las propias contradicciones
que asume un sujeto que se ve, por vez primera, cara a cara, como lo que es,
como lo que ha sido y como lo que puede, en definitiva, ser.
Pero pareciera que la actitud conservadora tiene las
de ganar; porque si su última referencia sigue siendo la forma de vida que no
se sabe cómo dejar atrás, entonces no encuentra otra manera de superación más
que su pura continuación (aunque mejorada). Por eso afirma el institucionalismo
y, en consecuencia, tiende a afirmar exclusivamente lo que ya hay. Sus metas
las concibe entre lo que se puede medir o calcular; porque lo otro significa,
no sólo capacidad de imaginación sino, sobre todo, osadía o atrevimiento de
realizar el salto hacia lo que, precisamente, no hay (por eso es etapista, no
sólo porque no se anima al salto sino, sobre todo, porque se aferra tanto a lo que
hay, que desperdicia la fuerza histórica que le serviría de proyección). Un
gobierno enfrenta esta disyuntiva a la hora de realizar gestión. Si se trata de
construir algo radicalmente nuevo, en nuestro caso, un nuevo Estado, además,
plurinacional, la disyuntiva tiene tintes dramáticos. Porque por cuidar su
permanencia (cálculo político) puede llegar a arriesgar su misma existencia. Y,
lo más grave, puede arrastrar, en esta desgracia, al propio sentido histórico
que le sirvió para ser gobierno.
Transitar este proceso tenía sentido desde el marco de
referencia propuesto en los términos de una descolonización
histórico-sistemática de la subjetividad del boliviano con conciencia
moderno-colonial. Lo cual reclamaba, a su vez, de un proceso de transformaciones
institucionales que coadyuven a la reconstitución del sujeto del cambio. Por
eso la transformación del Estado constituía la condición necesaria para
impulsar el movimiento propio del proceso de cambio. Es decir, no se trataba de
hacer lo contrario, porque eso significaba, otra vez, subsumir los sentidos que
emanaban del proceso para una reposición de la razón de Estado (la reposición
del Estado liberal como Estado autonómico).
El conservadurismo de izquierda, ingenuamente fiel al
automatismo institucional (utopismo propio de la modernidad), cree que, por
inercia, las instituciones persiguen su equilibrio perfecto (es por eso que
también apuesta a “lo técnico” como criterio de evaluación institucional, sin
caer en cuenta que “lo técnico” es la devaluación misma de la política). Pero
no hay nada que demuestre este equilibrio por automatismo; es más, lo que sí
puede demostrarse es que todo sistema (también institucional) tiende, por
entropía, a su propio desgaste. La modernidad es ingenua al respecto; por eso el
capitalismo nace con el mito de que el mercado, por su propio automatismo,
realiza el equilibrio perfecto en la sociedad, y el socialismo concibe, en los
mismos términos, la realización del comunismo por planificación perfecta. A
ambos los determinan sus respectivos modelos ideales que tratan de imponer, a
la fuerza, a la realidad; pero el orden de la perfección no es el orden de la
realidad, entonces, cuando lo que se proponen contiene esa suerte de
abstracción en términos ideales, aparece la contradicción con una realidad que
no lo es: la realidad aparece imperfecta y, frente al modelo ideal, se concibe
incorrecta, errada, equivocada, hasta inmadura.
En la política esto se traduce de este modo: el
gobierno (auto-concebido como “el sujeto político”) aparece, ante sí mismo, en
términos ideales y concibe del mismo modo al ahora objeto: el pueblo. Cuando
idealiza su propia presencia idealiza también la imagen que tiene del pueblo;
por eso, en la relación sujeto-objeto, el pueblo aparece como aquel obediente que,
de modo voluntario, acepta su propia subordinación. Por eso el gobierno, preso
de la idealización de sus propios esquemas, se duele de lo “errado, equivocado,
hasta inmaduro” que puede comportarse su propio pueblo. Por eso realiza una
pura y simple devaluación de todo aquel que se le enfrenta, incluso si es el
pueblo mismo, porque, siendo objeto, ha consentido la expropiación de su poder
de decisión al ámbito exclusivo del estamento político. Por eso el dramatismo
del gobierno no es anecdótico sino expresa la más arraigada conciencia colonial
de la política moderna que le ha constituido en eso: en creer que sin él todo
está perdido.
Pero no se trata de personas, sino de
una racionalidad que contamina toda pretensión de liberación, reproduciendo
lógicas de dominación, aun abrigadas en las propias banderas de lucha. Cuando
la propia izquierda replica el proceder de la derecha, es porque la izquierda
no es consciente de los presupuestos que, en última instancia, arrastra. Si
nuestra izquierda es una izquierda fracasada, su fracaso no se debe a no poder
haber construido el socialismo sino por no haber sido consciente del por qué no
pudo realizarlo. Y ese fracaso parece padecerlo como maldición propia, cuando
abraza, en el siglo XXI, un proceso nuevo y pretende, irreflexivamente,
conducirlo desde sus mismos esquemas asumidos sin la más mínima autocrítica.
Vestirse de poncho y lluchu le bastó para legitimar su presencia, pero cuando
el poder ya le ha sido otorgado, hasta puede prescindir de estos.
No fue gratuita la caracterización que
hicieron los pueblos indígenas del Abya Yala, en La Paz, el 2006: la izquierda
latinoamericana nunca tuvo identidad. Por eso sus últimas referencias
históricas no son ni siquiera nacionales. Por eso no es raro que, para explicar
la crisis que desató el gasolinazo, no se recurra a la propia historia sino a
algunas reflexiones coyunturales de Mao. Ese tipo de recurrencias es típica de
una mentalidad que se concibe absolutamente verdadera, por eso acude a la
teoría, y desde ella, demostrar siempre que se tiene la razón, que lo falso es
la realidad (si ésta se resiste a comportarse como un puro predicado de la
teoría). Quien se maneja en estos términos, nunca estará equivocado, pues sólo
es real lo que pueda representarse su propia conciencia como real. En ese caso,
la conciencia ya no es conciencia de la realidad sino conciencia de sí mismo.
Por eso busca asaltar el poder, porque el esquema o modelo que ha concebido, de
modo perfecto, cree que es lo mejor para todos y que la misma realidad debe
adecuarse a aquel modelo preconcebido.
Pero ese modelo no deja de ser una pura
idealización (como abstracción de la propia realidad), aunque para éste sea lo
más realista y, en nombre de ese realismo, condena toda otra alternativa que no
sea la suya. Lo paradójico consiste en que cree que lo real puede acercarse, de
modo empírico, a lo ideal de sus proyecciones, y cuando sucede lo contrario, es
cuando entiende que todo aquello que se le opone, son sólo distorsiones que se
debe anular, suprimir, eliminar, etc. Impone un modelo como lo más realista
posible e imagina un tipo de aproximación institucional que, por su propio
automatismo, producirá la realización de aquello, frente al cual sólo resta el
inclinarse. Condición para aceptar su modelo (pensado al margen del proceso que
se niega a vivir) es el festejo ciego de las condiciones presentes, porque el
continuo sacrificio es condición para abrazar un futuro siempre aplazado en un
mañana que nunca llega.
Del otro lado, de los sindicatos, la
respuesta contiene semejante miseria. Porque toda crítica se torna
descalificación pura, porque a todas las atiza un anarquismo principalista.
Ninguna pretende ser propositiva porque lo que se persigue es, en definitiva,
la destrucción del Estado (porque se confunde al Estado moderno con todo Estado
posible). En este caso, el fetichismo actúa al revés: no quiere someterse a
ninguna institución porque cree, en el fondo, que éstas tienen poder propio.
El poder es una categoría política
porque el sujeto es productor de realidad; si el pueblo es la sede soberana del
poder, todo otro poder es pura delegación de soberanía. El fetichismo del poder
es el mismo en las dirigencias que apuestan, también por cálculos políticos,
ser oposición iracunda (que ostentan como programa de lucha un evidente
despecho por no ser poder); confundiendo al gobierno con el proceso, creen
salvar a éste destruyendo aquel, es decir, creen que el cambio es un cambio de
actores, ellos por supuesto, que, como los otros, juran que tienen el modelo
ideal para arreglar todo. Y, de ese modo, gobierno y sindicatos, como en los
líos de pareja, aparecen para ser escuchados, pero nunca para escucharse uno al
otro.
En esta sarta de desencuentros,
aparecieron dos sectores que, de modo manifiesto, arrastran las taras
coloniales de una sociedad agriamente constituida en enemiga de sí misma. Si
hay dos cosas deprimentes en nuestro país, son la salud y la educación; y,
curiosamente, un proceso de cambio tiene, en esos dos ámbitos, una férrea
resistencia de sus sectores sindicalizados. Las movilizaciones tenían un tenor:
el aumento salarial; a este exclusivo requerimiento se pretende reducir toda
posibilidad de transformación (como sucede también con la policía: para acabar
con el crimen, se pide más recursos, cuando lo que más hace falta es simple y
llana voluntad), despachando de cuajo la corrupción imperante en las cajas de
salud y la deficiencia en la calidad de la educación. No en vano se dice que el
máximo obstáculo de toda reforma en la educación son los propios maestros; y si
la salud es pésima en Bolivia, los salubristas no son inocentes en ese
desastre.
Tres cosas debe proporcionar un Estado a
su pueblo: trabajo, salud y educación. Pero el problema que debe enfrentar un
Estado que ha sido colonizado, es que su burocracia es heredera de esa
colonización. Por eso la salud no se democratiza, mientras el cuerpo operativo
siga reproduciendo la segregación fáctica; tampoco la educación se cualifica (y
menos se descoloniza), mientras los educadores no muestran la más mínima
voluntad de cambio. Un trabajo digno no se refiere sólo a la gratificación
económica sino, sobre todo, al respeto que inspira su desempeño vocacional. De
nada sirve un buen salario si no es fruto de un digno servicio, sobre todo en
áreas tan fundamentales como la educación y la salud.
Por eso, proceso de cambio señalaba a la
totalidad de los actores comprometidos en la superación de una crisis que
atraviesa todo un país, no sólo su gobierno; quería indicar que no hay
transformación parcial sino total, y esto quería incidir en el involucramiento
decidido del pueblo en el sentido de la transformación misma. Pero si el
gobierno le expropia al pueblo su condición de soberanía, las dirigencias hacen
lo mismo y, ocupando estos la arena política, dejan en la orfandad a la sede
soberana de todo poder político; produciendo un enfrentamiento de posiciones
encontradas entre quienes detentan el poder y quienes lo pretenden asaltar e
imponer, también ellos, sus esquemas y modelos preconcebidos al margen de una
realidad que acaba siendo una pura anécdota de un mismo cálculo político
compartido.
Por eso la intransigencia se hace ácida,
porque ambos reconocen, en el oponente, la imagen de sus propias miserias.
Nadie cede. Porque ceder sería entender. Pero en la intransigencia el
entendimiento se nubla. Si no tenemos cultura de diálogo, no es tanto por
gritar, sino por callar. El boliviano cuando calla no otorga, por eso cuando
habla (porque se guarda amargamente todo) grita, estalla como la dinamita que
le acompaña en su protesta. Herencia colonial de una cultura política que sólo
sabe hacerse escuchar gritando.
Cosa que aprovechan los medios para
hacer circo de todo eso. Porque su afán también es destruir: destrozar toda la
legitimidad del proceso para devolver todo a la normalidad, es decir, la
política a los patrones y los indios a la hacienda. Lo cual es ya, de modo
implícito, política mediática de rearticulación opositora, a propósito de las
elecciones del órgano judicial. Frente a la cual, otra vez, el gobierno peca de
ingenuo por no tener política comunicacional (porque ésta no la asegura el
tener un ministerio de comunicaciones); por no saber cómo proponer alternativas
al uso perverso que hacen los medios del entretenimiento y la información. La
más cínica demanda que ahora esgrimen los medios es el recorte de libertad de
expresión cuando, en realidad, se trata de recorte de ingresos por concepto de
campaña electoral.
Que los medios se atribuyan la garantía
de la información suena hasta hilarante, pues lo que producen es, más bien, la
desinformación sistemática. Tampoco son ellos los que puedan asegurarnos
pluralidad e imparcialidad; creer que gracias a los medios se puede elegir a
los más probos, es una broma de mal gusto, cuando sabemos, por historia
reciente, que lo que sí pueden garantizar es todo lo contrario. El pueblo
reivindicó el acto electoral a pesar de los medios, no gracias a estos. Los
medios vueltos mediocracia son también un poder y, de ese modo, no pueden
imputar los excesos de otros sin antes ver los propios. Esta falta de
autocrítica es ya soberbia, pues no hay nada que se les pueda objetar que no
resulte coartar la “libertad de expresión”; es como enfrentar a un dios que,
para colmo, se siente herido.
Pero lo que, en el fondo, desata una
nueva resistencia conservadora ya no son las cuitas mediáticas que, entre el
desengaño y la desilusión, muestran una impotencia que ya no sabe cómo ser
ofensiva. Aparece un temor que asume como posible la pérdida de todo estatus.
Si la segregación estructura a nuestra sociedad y el órgano judicial es la
consagración de aquello, la oposición a cualquier cambio en éste, sólo puede
significar la defensa intransigente de los privilegios. Pues la mayor parte de
las críticas, al defender, ya sea una elección “meritocrática”, independencia
política o libertad de información, lo que defienden, en definitiva, es el
privilegio de acceso a estas instancias; pues la meritocracia (que la dan los
“títulos”) es patrimonio de los pudientes, la independencia significa ser
oposición conservadora y la supuesta libertad de información es la libertad que
otorga el poder económico para acceder a los medios.
La supuesta cooptación del MAS al órgano
judicial no debería de pararles los pelos de punta, pues es una práctica que
legalizaron los anteriores gobiernos de turno; es decir, lo que debieran
criticar es el tipo de práctica que impusieron ellos, dando el ejemplo,
limpiando la ropa sucia en casa, no la pueril condescendencia de sus costumbres
y el intolerante rechazo a que lo hagan los indios por ser indios. En eso
consiste la naturalización de las relaciones de dominación: el patrón puede
gozar del derecho de pernada con las indias pero guay del indio que haga lo
mismo con las hijas del patrón.
Los patrones consagran sus derechos con
leyes, por eso el poder judicial era la cuota política que se repartían entre
ellos. Pero si lo que estaría por vaciarse de la presencia oligárquica es el
mismo órgano ejecutor de las leyes, entonces el arrebato es comprensible.
Arrebato que les conduce, además, a una exigua capacidad de visión estratégica;
pues si resultara aquello una elección amañada por el oficialismo, no habría
mejor modo de hacer caer la legitimidad del gobierno que el dejarse caer
solito. Si lo que busca la oposición es el desmoronamiento del gobierno,
bastaría con que se coloque de palco para ver cómo los propios dislates
oficiales provocan su propia caída (que comedidamente comete); pero lo que se
ve es una oposición rabiosa que no puede concebir su derrota política y esa
amargura es la que le carcome por dentro porque, además, su racismo no le
permite concebir el tener como presidente a un indio, que además es atrevido y
les echa en cara todas sus taras.
Lo que más desprecian, lo más propio de
la nación que les avergüenza, es gobierno. No saben cómo aguantar esa
presencia, por eso no saben sino convertirse en monstruos para acabar con el
monstruo que se han inventado: un gobierno totalitario, dictatorial, tirano,
despótico, etc. Por eso la oposición es iracunda y despotrica, no sólo por los
desatinos del indio, sino por la amarga impotencia de ver su poder hereditario
usurpado.
Todo lo que la oposición critica al
gobierno es el retrato de ella misma; si el gobierno es soberbio e intolerante,
la oposición y los medios hicieron hasta lo imposible para generar aquello;
porque frente a la calumnia y la falsedad, la mentira y la hipocresía,
generaron las condiciones para que su increpado replique en sí mismo todo
aquello, como única respuesta a semejante atropello discursivo. Si la política
se ha rebajado a la sarta de insultos entre unos y otros, como único recurso
discursivo, eso se debe, en gran parte, a una mediatización de ésta, es decir,
a una mercantilización de la política. Por eso los medios no conciben una
dignificación de la política misma (mientras más arda todo, mejor para ellos,
pues eso significa más rating). La dignidad no hace mercado, porque si no todo
tiene precio, entonces no toda valía se mide con dinero. Por eso los medios
pegan el grito al cielo cuando se les restringe sus atribuciones en este nuevo
proceso electoral. Acostumbrados a manipular a la opinión pública, ahora se ven
sin la posibilidad de reiterar su ilimitada potestad sobre ésta.
Del otro lado, el problema que atraviesa
la visión gubernamental es no saber leer los tiempos. Prescindir de los medios,
que es a lo que apunta la nueva ley, requiere, de modo previo, un elevado grado
de concientización del electorado, además de una diversidad de redes de
información alternativa que hagan prescindible la referencia exclusiva de los
medios, sobre todo, privados. Al no haber todo aquello, las disposiciones que
reglamentan y prohíben hacer campaña mediática, se encuentran con
susceptibilidades que denuncian hasta violaciones constitucionales en que
incurre la ley electoral. En esto cabe destacar una demanda sensata que esgrime
la red Erbol, pues el derecho constitucional a la información garantiza la
labor periodística en el próximo evento electoral; no se trata del consabido
rechazo hasta hormonal mediático, que se vale de toda coyuntura para denunciar
el atropello a la libertad de expresión desde la más expedita libertad de
expresión, sino de, en estricto ejercicio democrático, hacer funcionar los
preceptos constitucionales. Lo que se denuncia es que un artículo de la ley
entra en contradicción con la constitución, en consecuencia, lo que se colige
es la obediencia a la constitución por encima de un artículo que entra en
flagrante contradicción constitucional.
En un Estado de derecho, la
desobediencia es un atributo democrático, no una herejía: ley que no es
legítima no es ley que deba seguirse. Al parecer, la intención de los
asambleístas era recortar la potestad ilimitada de los medios, sobre todo en lo
concerniente a la manipulación que se realiza en época electoral; pero no sólo
el apresuramiento sino la falta de argumentos (además de cierta miopía
política) posibilitan ciertos desaciertos que justifican esta clase de
resistencia. Al no haber política comunicacional y, además, al subordinar toda
información a la agenda de provocación de los medios privados, el gobierno sólo
responde de modo defensivo, y ello le obliga a no producir nada que no sea otra
provocación.
Por eso no avanza y todo movimiento no
es más que un juego hasta perverso de un puro cálculo instrumental. Por eso ya
no suma y sólo se atrinchera en sus fueros cada vez más selectivos. Replica
aquello que critica. Por eso: no todo aquel que critica es crítico. La crítica
no consiste en echar piedras al vecino. No hay crítica sin autocrítica, y quien
pierde la capacidad de evaluarse con el otro, pierde la posibilidad de ser
consciente de sus equívocos. Dicen los que saben: el justo comete siete pecados
al día, ¿cuántos comete el injusto?, ninguno, porque piensa que todo lo que
hace es justo. No hay mérito en no equivocarse nunca, el mérito consiste en
admitir el equívoco y enmendarlo. Pero eso requiere de humildad, de frenar el
ego y aprender a escuchar. Pero eso no se da de modo automático. Es todo un
desaprender para aprender de nuevo.
Por eso el cambio es un proceso. No es
para uno. Es con uno. El mundo entero atraviesa una crisis civilizatoria; lo
que ha entrado en crisis es una forma de vida –la moderna– que está acabando
con la humanidad y el planeta. Por eso, proponernos una nueva forma de vida,
más digna y más justa, sólo es posible saliendo existencialmente de aquella. No
se trata de volver a las cavernas. En eso consisten sus mitos; que todo lo que
no es ella, es bárbaro, atrasado, prehistórico, arcaico, anticuado, en suma,
premoderno. Juzga a toda otra forma de vida sin juzgarse nunca a sí misma. Por
eso se hace ciega ante los desastres que, por cinco siglos, ha venido
produciendo. Salir de ella no es renegar de todo sino liberarse de sus mitos.
Si el llamado primer mundo se ha vuelto conservador es, precisamente, por esta
incapacidad de liberación; por eso el ángel de la historia se les aparece ahora
a los pueblos pobres, porque son ellos los que claman por otro mundo. Pero otro
mundo no se da con el simple deseo sino con el sudor de la frente.
Por eso cambiar hasta duele, porque la
tendencia conservadora es la que se empeña en hacer de las caídas derrotas
definitivas, en convencernos de que nada de lo logrado vale la pena, que
cambiar es imposible y lo mejor es dejar todo como estaba, que soñar no cuesta
nada y que quienes prometen el cielo producen el infierno. Cuando la desazón
cunde, los “realistas” pululan en los medios: lo más seguro es el infierno que
tenemos. La democratización del malestar emocional no sólo se debe por la
acumulación de incertidumbre y miedo que generan los medios, sino porque
desaparecen las posibilidades para que la gente pueda restituirse la confianza,
la fe y la esperanza arrebatada.
Un proceso de cambio es algo que sucede
en el sujeto. Del cual sólo puede dar razón si, en efecto, lo vive. No es algo
dado, es algo que se va haciendo produciéndolo. Si aparecen de nuevo todas las
contradicciones que creíamos pasadas, aparecen porque si no rendimos cuentas
con el pasado, éste regresa en forma de trauma. En las crisis nos asaltan todas
aquellas angustias que ocultaban los calmantes; por no haberlas sabido
enfrentar, es que desfallecemos ante ellas. Pero las crisis nunca han derrotado
a nadie. Lo que nos derrota es el no saber enfrentarlas. Por eso precisamos de
sabiduría; pero un mundo que ha desdivinizado todo (empezando por la naturaleza
y acabando en el ser humano), lo que ha hecho, en última instancia, es expulsar
al espíritu de sus perímetros. Y sin espíritu, no hay sabiduría.
Como tampoco hay política sin sujeto, es
decir, sin pueblo. Si lo que triunfa son las leyes que actúan a espaldas de los
actores, como las leyes del mercado, entonces el pueblo está de más, ya no es
sujeto de decisión. Entonces también la política desaparece y en su remplazo,
aparece lo técnico en toda decisión; como ya no hay actores, todo lo deciden
las leyes inapelables a las que son sometidas la humanidad y la naturaleza.
Cambiar esto significa transformar el fondo de todo. Por eso las soluciones no
son simples sino complejas y son a largo plazo, que son las que más efectos
inmediatos tienen, porque son estructurales. Del mismo modo, un cambio es real
cuando su horizonte no se diluye en la inmediatez sino se abre en tanto
proyecto de vida, es decir, en cambiar de forma de vida.
La política y la economía tratan, en definitiva,
de eso: de producir y desarrollar la forma de vida que se deduce de lo que
somos. Por eso acudimos a nuestro origen, porque allí se encuentra comprendido
todo acto fundador. Sólo sabremos lo que podemos ser si somos conscientes de
quiénes somos. Por eso un proceso no es un simple avanzar en una dirección sino
la continua interpelación de los tiempos en el presente que vivimos; de ese
modo, poder mantenerse en el origen es condición de propulsión del presente.
Volver al acontecimiento no es dar la espalda al presente sino afirmar siempre
su sentido. La historia es la más acabada forma en que el presente se hace
inteligible.
Cuando un pueblo produce el proceso por
el cual ha de transitar hacia su liberación, produce también las
determinaciones coyunturales, como los gobiernos de turno, para ir limpiando el
camino que debe transitar. Es decir, produce desde lo que tiene, desde lo que
proyecta y lo que arrastra; por eso su transitar no es claro sino accidentado,
porque el pueblo mismo debe saber reconocer de qué está hecho, cuáles son sus
limitaciones y cuáles sus opciones. Por eso se trata de un transitar de la
conciencia a la autoconciencia, de hacerse sujeto de su propia historia y su
destino, de hacer de su contingencia trascendencia. Proceso de cambio quiere
decir hacerse sujeto. Lo cual no se asume por obligación sino por pura decisión
libre. El reto consiste en liberarse, porque para ser libre primero hay que
liberarse, y nadie se libera solo, uno se libera liberando al otro, es decir,
liberación significa liberación de toda pretensión de dominación. Por eso es
proceso, porque esto significa, en cada uno, apagar al ego. Cada uno es único,
sólo que el ego no le hace dar cuenta de ello: toda criatura tiene su lugar y,
en su lugar apropiado, se hace hermoso. Del mismo modo, los pueblos deben saber
atravesar un proceso que los devuelva a lo que son y, desde allí, ser
referentes del proceso de otros pueblos, en lucha contra la uniformización de
la forma de vida moderna.
La Paz, Bolivia, 15 de mayo de 2011
Rafael Bautista S.
Autor de “¿QUÉ SIGNIFICA EL
ESTADO PLURINACIONAL?” y “HACIA UNA CONSTITUCIÓN DEL SENTIDO SIGNIFICATIVO DEL
VIVIR BIEN”
rincón ediciones
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