Por Rafael
Bautista S.
En 1972, el
informe al Club de Roma, “límites del crecimiento”, ya señalaba la
insostenibilidad futura de unas expectativas económicas fundadas en el
crecimiento exponencial. 45 años después, evidenciado aquel pronóstico fatídico
–con la crisis climática–, el sistema económico global y la ciencia económica
que le justifica, no sólo no renuncian a las trampas del crecimiento sino que
persisten, ahora de modo suicida, en afirmar el carácter exponencial de la
economía del crecimiento. No podrían dejar de hacerlo, pues el sistema, al cual
nos referimos, se funda exclusivamente en las prerrogativas del capital: si el
capital no crece, muere. Y si muere éste, concluyen sus apologistas, colapsa
todo el sistema.
La ciencia económica actual, en todas sus
variantes, parte de esa confusión: creer que el sistema es la vida. Por eso
también el socialismo carece de un diagnóstico crítico cuando sólo piensa la
contradicción capital-trabajo, porque lo verdaderamente amenazado por el
crecimiento exponencial es la naturaleza, es decir, la fuente última de toda
riqueza, o sea, la fuente de la propia vida humana. Cuando se habla de
crecimiento económico, en realidad se está hablando del crecimiento exclusivo
del capital y del mercado, y en eso consiste la advertencia que hacía Einstein:
el mayor problema de la humanidad es que no entiende el factor exponencial.
¿Qué significa eso? Que las condiciones finitas de nuestro planeta son
incompatibles con las expectativas de una acumulación siempre creciente de
riqueza.
Hoy día hay más riqueza que nunca en toda la
historia humana, pero su carácter concéntrico manifiesta una constante: la
riqueza actual es sólo posible si es proporcional al despojo producido. Ese
crecimiento acumulativo es sólo posible socavando las dos únicas fuentes de
riqueza: el ser humano y la naturaleza. En aquel informe ya se destacaba la
disparidad monumental de carácter global que había creado el sistema económico:
apenas el 20% rico del mundo era el único beneficiado del 80% de la riqueza
mundial. En 2014, la disparidad se había hecho no sólo irracional sino hasta
demencial. Los beneficiados de un sistema económico profundamente desigual e
injusto es el 1%, dejando al 99% restante encaminarse paulatinamente a un nuevo
holocausto, ahora de carácter global. El 1% rico del mundo son 70 millones. En
un mundo finito –cuyos recursos son también finitos–, el aprovechamiento
desmedido y creciente que hace ese 1% de todos los recursos planetarios, deja
al 99% restante sobrante; o sea, se vuelven prescindibles para el crecimiento,
o sea, “obstáculos del progreso y el desarrollo”. ¿Qué hacer con los
sobrantes?, se pregunta el 1%, ahora que la crisis climática ha descubierto la
condición finita de los recursos.
Ya no son sólo los indios sino que, ahora, es la
propia humanidad, la que aparece como obstáculo para la economía del
crecimiento. El propio Gandhi ya se daba cuenta de esto cuando decía que “este
mundo basta y sobra para toda la humanidad, pero no basta para la codicia de
unos cuantos”. ¿Qué pasa cuando esa codicia se hace sistema de vida? Entonces
tenemos al capitalismo. Por eso su lógica es suicida. Si no crece se muere,
pero crece a expensas de todo, como el cáncer. ¿Por qué la ciencia económica no
se da cuenta de eso? Si se hace una revisión histórica del contenido conceptual
de las categorías económicas actuales, descubrimos que la mitología liberal
empapa a todas las ciencias sociales.
En el caso de la economía, las “robinsonadas” de
las cuales parte, le hacen perder el sentido de la realidad, porque confunde a
un sistema económico con toda la realidad, es decir, la realidad producida
históricamente por
el capital aparece como el horizonte último de toda inteligibilidad posible. Se le escapa el principio de realidad porque toda tematización de lo posible resulta en una pura tautología teórica: afirma lo que hay como lo único posible porque parte de eso como única realidad.
Por eso también el socialismo fracasa, incluso
como “socialismo del siglo XXI”. Porque persiste en medir sus expectativas
económicas socialistas desde los mismos criterios economicistas liberales. Por
eso no son capaces de evaluar críticamente el carácter exponencial del
crecimiento económico y, a nombre incluso de ecosocialismo, no hacen otra cosa
que insistir en el paradigma del desarrollo. Porque además el capitalismo ya se
ha encargado, por medio de eufemismos (como el desarrollo alternativo, humano,
etc.), de encubrir el carácter mítico del desarrollo. Pero conviene aclarar,
una crítica al desarrollo no deviene en un No al desarrollo sino en ponerlo en
su verdadero lugar: el desarrollo no es un fin de la praxis humana y tampoco
podría establecer las finalidades de la economía, o sea, no puede ser criterio
de evaluación económica. El desarrollo, en sí, no define lo que hay que hacer,
porque las definiciones son deducidas del horizonte de vida planteada y éste
nunca se agota en parámetros desarrollistas. Un horizonte conforma siempre un
ámbito utópico de referencia al cual se pretende aproximar; los pasos
producidos en esa aproximación constatan si hay o no desarrollo en torno al fin
propuesto.
Lo que encubre el paradigma del desarrollo es
entonces ese fin nunca declarado y que constituye el horizonte valórico que
sustenta al desarrollo. Por eso el desarrollo se vuelve una trampa ideológica
cuando impone ese universo axiológico, que no es otro que aquél que justifica
la forma de vida moderna. La realidad que crea esa forma de vida se naturaliza,
es decir, se hace la única realidad y, valorizada positivamente, se constituye
como lo único posible y deseable. Por eso el socialismo de nuestras dirigencias
gubernamentales se hace desarrollista, porque cree ingenuamente que ese
universo axiológico es independiente del capitalismo; de ese modo creen que el
capitalismo, a nombre del desarrollo de las fuerzas productivas, es la etapa
necesaria previa para alcanzar al socialismo. Y, como no poseen categorías
críticas que les permita evaluar las consecuencias políticas de asumir los
valores desarrollistas, entonces, muy a su pesar, lo único que logran es
reponer al capitalismo y, de ese modo, hacen que nuestros pueblos se
constituyan en garantes de esa reposición.
Esto significa que, por transferencia de valor,
las crisis del primer mundo siempre las asume el Sur global; haciendo que las
potencias y, ahora, el Imperio en decadencia, restablezcan su centralidad.
Ahora que asistimos a una transición civilizatoria tripolar, ¿por qué no cae el
Imperio?, ¿por qué Europa, después del brexit, no se desmorona?, ¿por qué China
y Rusia no desplazan definitivamente a USA? Todo eso tiene que ver con el
horizonte de expectativas que se plantea la propia humanidad y que es retratada
por sus elites económicas y políticas. Todo el mundo sabe que el capitalismo es
ya insostenible, pero ¿por qué se sigue apostando por éste? Esta pregunta pone
en jaque a las ciencias sociales.
Toda la ciencia moderna está empapada de los
prejuicios modernos, parte de ellos y se funda en ellos. Pero estos prejuicios
no son meros prejuicios sino que constituyen sistema de creencias y, de ese
modo, constituyen la base de racionalidad, es decir, la base de cientificidad
de toda la ciencia moderna. Por eso la crítica al capitalismo no es crítica
real si no se advierte el horizonte último de inteligibilidad que presupone la
propia ciencia moderna. Si el componente material de un sistema de dominación
es un sistema de explotación, la economía capitalista constituye ese componente
material, pero este componente no es el componente real, tampoco la dominación
es sólo un componente formal, pues el componente formal lo constituye un
sistema de legitimación. Entonces, siendo la economía el componente material,
el campo formal lo constituirían la política y el derecho, porque ambos afirman
un presupuesto que se hace dogma en su propio horizonte de prejuicios: el
liberalismo. Y el socialismo no escapa a ese horizonte.
Pero el liberalismo no nace de la nada, sino es
el modo como se auto-comprende la subjetividad moderna. Es decir, la ciencia
moderna expresa, sostiene y desarrolla ese tipo de subjetividad pero, para que
esto no aparezca, se adjudica una pretendida universalidad que tiene el fin de
hacer desaparecer ese contenido nunca declarado. En eso consiste el
eurocentrismo. Y ese es el diagnóstico inicial de una descolonización
epistemológica. ¿Por qué el marxismo del siglo XX no es consciente de esto?
Una teoría del fetichismo debía haberle
conducido a una teoría de la descolonización; pero cuando sus teóricos asumen
el concepto de ciencia que produce la ciencia anglosajona, asumen también todo
su horizonte valórico y, de ese modo, se hacen inconscientes de aquello que
sostiene al capitalismo y que constituye la forma de vida que el sistema
económico se encarga de sostener y desarrollar a toda costa, incluso a costa de
la vida toda. Por eso la contradicción fundamental no es capital-trabajo y, en
la actual coyuntura global, esta contradicción sirve de poco a la hora de
realizar una evaluación en regla de lo que estamos viviendo y a lo que nos
estamos enfrentando como humanidad.
¿Por qué el capitalismo sigue en pie? Porque la
objetividad que ha producido el capitalismo es sólo posible de sostenerse y
desarrollarse si halla correspondencia con una subjetividad que la legitime. Al
marxismo se le escapó precisamente esta constatación: lo que en realidad
produce el capitalismo no es mercancías sino individuos. La mitología liberal
parte de la metafísica individualista y, en consecuencia, el capitalismo
produce individuos egocéntricos, egoístas y ególatras. Necesita producirlos,
porque sólo de ese modo, produce en la realidad el mito del cual parte y que
naturaliza al tipo de subjetividad que necesita para desarrollarse. Porque
ningún proyecto se impulsa por inercia sino que es impulsado por sujetos,
entonces, si no hay el tipo de subjetividad necesaria para impulsar un proyecto
de vida determinado, éste termina por fracasar. El éxito del capitalismo
entonces debe ser medido también por el tipo de subjetividad que produce y lo
produce gracias al tipo de consumo que produce, pues consumiendo es como el
proyecto que contiene se hace carne y se realiza. Entonces, insistir en los
criterios económicos liberales (políticos y jurídicos) sólo hace que el
capitalismo se reponga incluso bajo banderas de liberación que abrazan nuestros
pueblos (las primeras y constantes víctimas del proyecto moderno del
capitalismo). En ese sentido, desarrollarse siempre ha significado
modernizarse, es decir, afirmar un sistema de vida que cuanto más destruye más
riqueza produce.
Si el consumo es subjetivación de objetividad,
como decía Marx, una tematización científica debiera de dar cuenta qué tipo de
objetividad es la que se subjetiva en el consumo capitalista. Si hay algo que
jamás ha prosperado en el marxismo es la teoría del fetichismo que emprende
Marx mismo a la hora de hacer la crítica a todo el “sistema de categorías de la
economía burguesa”. Por ello el análisis que hacen los marxistas de la mercancía
se reduce a su aparecer fenoménico. Entonces, ¿por qué el capitalismo y, en
particular, el desarrollismo, es lo único que se vislumbra en las finalidades
económicas de los gobiernos progresistas? Responder a esta interrogante pasa
por definir en aquello en lo que consiste la descolonización, pues de lo que se
trata es de mostrar los límites cognitivos que impone el horizonte del cual,
inconscientemente, parten sus ideólogos.
Cuando exponemos la crítica des-colonial, no nos
referimos a una colonización clásica sino al modo específico de naturalización
de la dominación que ha producido la modernidad. Para ello debemos constituir
todo un marco categorial que pueda mostrar el cómo las pretendidas
emancipaciones acaban, o en reponer la dominación existente, o inaugurar nuevos
tipos de dominación. Ya no se trata de la reducción a condición tributaria de
las colonias, lo cual sólo exigiría una independencia de carácter formal; la
“tributación” moderna no es sólo material sino que se trata de una transferencia
sistemática de humanidad, es decir, de subjetividad: la transferencia de
plusvalor es sólo posible porque ese plus es, en realidad, humanidad negada que
se infravaloriza a medida que transfiere plus-vida. La periferia alimenta al
primer mundo no sólo con materias primas o recursos energéticos sino con
subjetividad transferida (o sea, cesión de voluntad de vida) como valor
contenido.
Y esto tiene que ver también con el consumo,
pues el consumo moderno es uno de los más acabados operadores de esta transferencia
de subjetividad, pues lo que se realiza en el consumo no es sólo la ganancia
sino la verdadera objetividad, o sea, la forma de vida contenida en la
mercancía. Entonces, en la dialéctica producción-consumo es donde podemos
encontrar la naturalización de una realidad (como máxima objetividad) que
produce y desarrolla el capitalismo, esto es, la forma de vida moderna.
Afirmada inconscientemente la modernidad, el
desarrollo aparece como lo único deseable, incluso para la periferia. Por eso
la condición periférica retrata una condición subjetiva que constituye una
“consciencia periférica” cuyo centro jamás es ella misma y, por eso, sólo puede
describir un “movimiento existencial de carácter satelital”. Esta condición es
la que la sume en una suerte fatídica, que la condena a no dejar de ser
periferia y buscar siempre un centro de referencia ajeno a ella. A esto
denominamos “colonialidad subjetivada”, es decir, la naturalización de la
dominación que constituye sistema de creencias en la “consciencia periférica”,
y que conforma el modo de relación pertinente para sostener y legitimar la
objetividad reinante. Por ello, a la pregunta, ¿por qué el capitalismo no
termina por desmoronarse?, habría que responder con otra pregunta: ¿hasta qué
punto el horizonte de expectativas que insiste la humanidad sigue siendo
moderno? Pues hay que decir que el mundo es también un estado de consciencia y
la objetividad del mundo sólo puede seguir siendo objetiva si se encuentra en
correspondencia con una subjetividad que es, en última instancia y siempre, la
creadora de toda objetividad.
Puede el mundo que conocemos desmoronarse
fácticamente pero, si la consciencia persiste en creer en ese mundo, entonces
el mundo halla en esa creencia la legitimidad suficiente para reponerse. Por eso
necesita hacer uso de las banderas que abrazan los oprimidos para legitimar un
nuevo ciclo expansivo. La última aventura la impulsó el postmodernismo y, pese
a su caducidad temprana, contaminó con un relativismo radical casi todas las
apuestas emancipatorias, fragmentado las luchas populares y desmovilizando todo
desiderátum utópico mediante un empoderamiento beligerante en todos los ámbitos
de las luchas populares. Esto formó parte de una estrategia ideológica de
cooptación de los movimientos populares, mediante la promoción de ideologías
aparentemente revolucionarias pero que, al modo de los virus inteligentes, son
activados una vez que hacen nido en la lucha popular, teniendo como misión la
desarticulación del pueblo, su fragmentarización y la reducción de la lucha
popular a demandas de carácter coyuntural.
Del relativismo provienen el pluralismo en su
versión más light y la afirmación de las identidades, que si bien visibilizan
otras exclusiones, ninguna se propone la articulación de un sujeto histórico
que se constituya en exterioridad crítica de un sistema de dominación (por eso
no es de extrañar que muchas de las demandas de diversidad sexual reivindiquen
valores liberales y, en consecuencia, sólo busquen su inclusión en el sistema;
del mismo modo, una de las consignas del feminismo, como es el reconocimiento
del trabajo doméstico de la mujer, se enfoca en su monetarización, pero esto
conduce a su mercantilización, o sea, a la política de expansión del capital a
todos los ámbitos humanos; así también las políticas de planificación familiar
que adoptan alegremente los gobiernos progresistas, son políticas que reciben
un fuerte financiamiento de políticas –en el primer mundo– de control de la
población, con un tinte además neomalthusiano imperial). Si no hay un sujeto
histórico articulador de un nuevo horizonte utópico, todas las luchas populares
se fragmentan en simples demandas que, incluso, promueve el sistema mismo, con
el fin de legitimarse siempre.
Por eso, el relativismo no sólo fragmentariza la
lucha popular sino que también diluye el horizonte utópico; de ese modo, la
orfandad utópica no es sólo lo que deja la decadencia del sistema sino que la
lucha popular ya no posee trascendencia; porque cuando las demandas buscan sólo
la inclusión, porque todo se reduce a la adquisición de los nuevos
satisfactores que promueve el sistema mismo, la lucha popular ya no busca
transformar la totalidad sistémica, porque lo que en definitiva busca es su
reconocimiento, es decir, ser aceptado, incluido, porque las expectativas que
empujan a las demandas ya no trascienden al sistema mismo.
En ese contexto, los únicos que podrían
devolvernos un horizonte utópico trascendental, que lograra unificar la lucha
popular y lanzarla a un desiderátum irreductible a las expectativas sistémicas,
son los más excluidos de los excluidos, los negados iniciales, las primeras y
continuas víctimas de la modernidad. Sólo ellos podrían apostar verdaderamente
por un mundo nuevo y sólo ellos podrían ser la brújula que nos pueda señalar
hacia dónde dirigir ahora el tren de la historia humana; porque los pueblos y
las culturas indígenas no presuponen el horizonte moderno y la sabiduría que
todavía contiene su lucha popular es la base de racionalidad que necesitamos
para descubrir un nuevo destino para la humanidad y el planeta.
Sólo cambiando de perspectiva podríamos dejar de
legitimar un mundo que se viene abajo. Lo contrario es seguir cayendo en la
trampa imperial y que lo describió muy bien Karl Rove, consejero de seguridad
del ex presidente George Bush, el 2004: “ahora somos un Imperio y cuando
actuamos creamos nuestra propia realidad. Y mientras ustedes estudian esa
realidad, juiciosamente, nosotros actuamos nuevamente y creamos otra realidad,
que ustedes pueden estudiar nuevamente, y así suceden las cosas. Nosotros somos
los actores de la historia. Y ustedes sólo pueden estudiar lo que nosotros
hacemos”.
Los cientistas sociales se dedican a estudiar
eso, por eso jamás podrían tener, ni siquiera, iniciativa epistémica. Por eso
se torna urgente –y es el acento epocal– una transformación en las expectativas
mismas que se plantean las luchas populares. En ese sentido, no nos cansamos en
subrayar: la descolonización no es una opción teórica sino un tránsito
existencial hacia otra forma de vida. Si de lo que se trata es de producir una
nueva objetividad, lo primero a transformar entonces es una nueva subjetividad,
porque toda objetividad es producción subjetiva, es decir, creación de un
sujeto. La verdadera revolución consiste entonces en la producción de una nueva
subjetividad; como decía el Che: la creación del hombre nuevo (que no es sólo
al varón).
Pero lo que se ha olvidado es que el hombre
nuevo hay que parirlo, y esto es literal. Y sólo podría parirse un hombre nuevo
si, en la concepción, ya han concurrido un varón y una mujer también, de algún
modo, nuevos. Un mundo más justo y más digno, más racional y más verdadero, no
podría ser jamás obra de individuos egoístas y egocéntricos, que es lo que
produce el capitalismo. Una economía solidaria, una producción para la vida y
un consumo consciente, reclaman un nuevo sujeto de carácter comunitario. Por eso,
en el caso, por ejemplo, de Bolivia, el Estado plurinacional es apenas la
mediación política que debiera apuntar hacia algo más trascendental: el Estado
comunitario. Si el estado plurinacional sigue siendo liberal es porque no se ha
propuesto aun esta apuesta trascendental, porque esto significaría una real
descolonización del concepto de Estado que ha producido la modernidad.
Porque el escenario actual es inédito y sólo un
verdadero diagnostico des-colonial nos pondría a la altura de lo que la historia
nos propone en este tránsito civilizatorio. Ya no es el tiempo de
emancipaciones particularistas sino de una liberación de carácter universal:
liberarnos no de una dominación sino de toda forma de dominación. Y eso empieza
por liberar a la naturaleza. Liberarla de la ciencia moderna, es decir, de su
condición de objeto. Esto implica restaurar su condición sagrada. Y este es el
gran desafío que enfrenta hoy la humanidad, porque esto significa reconstituir
la espiritualidad como parte esencial de la vida humana. Cuando el historiador
británico Corelli Barnet, describe al poder –aparte de señalar lo consabido–,
destaca que forman parte del poder de una nación, “su gente, creencias, mitos e
ilusiones”, pero, además de “sus recursos económicos y tecnológicos [y] en la
eficiencia de sus organizaciones políticas y sociales”, el poder sería “la
forma en que todos estos factores están relacionados entre sí”. Por ello el
premier ruso Vladimir Putin señala acertadamente que todo liderazgo mundial es
también liderazgo espiritual. La hegemonía imperial norteamericana deja de ser
hegemónica precisamente cuando sus valores se desmoronan y eso explica la
promoción del trumpismo; por eso su núcleo duro lo constituyen los WASP
empobrecidos por la globalización.
La desglobalización actual y el frágil mundo
tripolar hacen más inestable sus perspectivas cuando el sistema de creencias
reinantes no deja margen para la promoción de nuevos valores. Por eso la lucha
no es sólo política sino también espiritual. Por eso no es raro que, teóricos
de la filosofía política, como Jacob Taubes, Agamben, Badiou, Schmitt, etc., y,
en nuestros lares, Dussel y Hinkelammert, hagan teología política. Que el
fundamentalismo actual no sea sólo patrimonio de una parte del Islam sino,
sobre todo, de la ortodoxia cristiana norteamericana, habla de la profunda
decadencia de la hegemonía, ya no sólo imperial sino, también,
moderno-occidental.
Recordemos que, cuando Roma se precipitaba en su
decadencia, fue una nueva legitimación la que la haría resurgir de entre las
cenizas. Se trató de la adopción del cristianismo como la nueva religión del
Imperio. Roma se convertía, de ese modo, en la misionera de Dios en la tierra.
Roma restablecía su carácter imperial, es decir, divino y, para ello,
transformaba a sus dioses en santos, sus generales en obispos y el César se
volvía papa. De ese modo aniquilaba toda resistencia, incluso la cristiana,
pues con su mismo lenguaje y su misma simbología invertía la propia fe de las
víctimas del Imperio. Dios se había hecho Kristo-Rey y su iglesia la nueva
Roma.
De ese modo recuperaba su reino y su poder sobre
el mundo. Por eso se reafirma como Imperio y, con más ahínco, resucita
restaurando su condición: Roma sólo puede ser Roma si es Imperio. Su congénito
carácter expansivo ahora se reafirma por la expansión de la fe. Gracias a la
ontología griega subsume al cristianismo y nace el Occidente como el vector
geopolítico de la nueva Roma: desde Parménides el ser es y el no ser no es. Esa
es la tradición de la ideología imperial que es relanzada por la cristiandad el
1492, primero con la toma de Granada y el fin del Califato de Al-Andaluz, el 2
de enero, seguida con la expulsión de los judío-sefarditas (cuyo edicto de
expulsión es proclamado el 31 de marzo, siendo la fecha límite de estadía el 2
de agosto), y acabada con la invasión del Nuevo Mundo. Colon parte del puerto
de Palos el 3 de agosto de 1492 –el 9 de Av en el calendario de los expulsados–
y España, como el primer imperio moderno, se convierte en la punta de lanza de
la expansión de Occidente, ahora como modernidad. Nace Europa como concepto
geopolítico y la modernidad como la administración antropológica de la
dicotomía centro-periferia, naturalizando una clasificación racializada de la
humanidad entre superiores e inferiorizados, que permanece incólume hasta en
las propias teorías revolucionarias (que pretendieron cambiar al mundo sin
cambiar jamás la perspectiva de ese mismo mundo).
LA NUEVA COSMOGONÍA DEL
NEOIMPERIALISMO
El problema actual al que se enfrenta el Imperio
(la Nueva Roma) es que el grado de legitimidad, lograda en el auge del
neoliberalismo, provino de la estrategia de globalización, como conquista
mercantil del mundo entero; eso generaba estabilidad, pero desde el 2008, la
estabilidad lograda descubrió dramáticamente su fragilidad con la implosión del
sistema financiero. Ahora la nueva cosmogonía que delatan las apuestas de
recuperación hegemónica imperial, no vislumbra otra opción, en el laberinto que
ha creado, que meterse más en él; por eso vuelve a sus orígenes, a sus relatos
fundacionales de clasificación antropológico-racial de la humanidad, porque
sólo puede lograr estabilidad generando inestabilidad. Por eso el racismo nunca
ha sido superado, porque conforma la propia mitología moderna y que ahora vemos
resurgir, precisamente, cuando no sólo el capitalismo sino la propia modernidad
se hallan en crisis terminal (cuando un mundo se viene abajo, son sus valores
más consagrados los que despiertan coléricamente en su agonía).
La estabilidad del primer mundo, o sea, del
centro, es producto de una dialéctica de transferencia sistemática, esto quiere
decir que, para lograr su estabilidad, necesita producir inestabilidad en la
periferia. Y esto significa –en la situación actual, cuando su estabilidad está
en riesgo– expandir la guerra; para ello se apoya en la “colonialidad
subjetivada” de nuestras elites, pues éstas se convencen de que un nuevo
sacrificio es indispensable para mantener el orden mundial y esto pasa por
sacrificar a sus pueblos. Generar inestabilidad constituye, de ese modo, la
nueva cosmogonía de una nueva reposición imperial: en el principio era la
guerra. Ésta es la política profunda que implementa el Imperio y que consiste
básicamente en partir el mundo en dos: el cielo y el infierno.
El infierno lo sufriríamos nosotros para hacer
posible el cielo de un nuevo primer mundo que se recortaría incluso en sus
márgenes actuales, pues la inmigración actual precisa que en las metrópolis
desarrolladas también se genere cordones fronterizos de clasificación
antropológica. Ésta ha sido siempre la constante que ha producido la riqueza
del primer mundo; sólo mediante el despojo sistemático de la periferia mundial
es posible el desarrollo del centro. Por eso la constante consiste en que la
transferencia de valor es también transferencia de voluntad, o sea, de vida. La
afirmación de la vida del mundo desarrollado es solo posible por el despojo,
exclusión y negación de la vida de la periferia, por eso se trata de una
plus-valorización que no puede ser comprendida en su entera significación por
criterios economicistas. Pues no consiste sólo en un plusvalor económico sino
humano, pues esa trasferencia le priva a la periferia de humanidad y sólo de
ese modo es posible alimentar y sostener las pretensiones universales del
centro desarrollado. Por eso se trata de una transferencia unilateral: mientras
más vida le quita a la periferia de más vida se llena el centro. Por eso es
preciso resemantizar la categoría centro-periferia. La periferia ya no es sólo
el tercer mundo y el centro se recorta a sus dimensiones reales: los poderes
fácticos que inventa el dólar desde Bretton-Woods.
Es todo el planeta el que se constituye en la
periferia de las exigencias exponenciales del capital global, y esa expansión
consiste en su capacidad acumulativa de despojo que hace de la humanidad y del
planeta. Por eso el capital financiero puede reordenar la política y hasta la
democracia según lo exige el capital y el mercado. La globalización consistía
en la mercantilización radical y acelerada de toda la vida y eso es, en última
instancia, el neoliberalismo. Ahora que la ideología de la globalización se
desmorona en la propia USA, y el neoliberalismo ya no puede reponer la
hegemonía del dólar, entonces la política profunda toma directamente las
riendas del asunto.
Porque todo se trata de sobrevivir en una nueva
reconfiguración geopolítica planetaria. Los límites de la visión anglosajona
del mundo son las que entran en crisis a la hora de no saber en qué mundo nos
encontramos. Porque condición de ser centro es saberse centro, y si la economía
mundial se mueve al pacífico y hasta Europa deja de ser actor estratégico,
entonces, con la ascensión, en todos los órdenes, de China y Rusia, además de
la India, centro y periferia dejan de ser categorías útiles de descripción
hasta ontológica.
Si el centro se descentra entonces apuntamos a
un cambio de época, pero las condiciones objetivas de un descentramiento no son
suficientes, porque, en definitiva, ser centro y ser periferia es también una
perspectiva que se adopta y que la debe resignificar constantemente el centro.
Por eso el centro y su hegemonía no se duermen en sus laureles y, ahora, más
que nunca, tasan todo tipo de probabilidades para reponer su estrategia en
declive vertical. En eso consiste la doctrina “core and the gap” y esto quiere
decir la creación de un mundo con dos ámbitos diferenciados: el orden y el
caos. Donde hay orden garantizado puede haber negocios, pero donde haya caos
sólo habrá guerra prolongada y será, en última instancia, el precio de la
estabilidad ofrecida como garante de un nuevo orden mundial, a la medida del
mercado y del capital. Esta estrategia nace en la idea que hace el Pentágono
del “Medio Oriente ampliado” y que se evidenció con la estrategia de la llamada
“primavera árabe”, pero sobre todo con la provocación de las guerras en Irak,
Afganistán, Siria y Libia.
Tanto China como Rusia tienen las mejores
posibilidades de garantizar sus esferas de influencia, tanto en Eurasia como en
el Pacífico; por eso USA no cesa de incomodar la estabilidad necesaria del
Medio Oriente (promoviendo ahora, por ejemplo, el referéndum por la
independencia del Kurdistán iraquí) y, tanto Arabia Saudita, Turquía, Egipto e
Israel, son piezas que, en la inclinación que adopten, establecerán también los
factores de integración o balcanización de la región. Europa sigue siendo un
factor de inestabilidad por los independentismos recurrentes. Quedan África y
América latina como últimos arcos de tensión en la recuperación hegemónica
imperial. La inclusión de Venezuela en el denominado “eje del mal” junto a Irán
y Corea del Norte, muestra los vectores que se dispone a activar una hegemonía
maltrecha y que se ve urgida de poder disuasivo frente al ascenso de China y
Rusia. No se trata sólo de poder bélico sino de poder hegemónico. Pero, si no
se lograra reposición de hegemonía entonces el poder bélico podría garantizar
dominación pura.
Por eso la doctrina “core and the gap” es lo que
se anda coreando en el Estado profundo como opción actual; pues si recordamos,
desde la administración Clinton, es Madeleine Albright, como secretaria de
Estado, quien ya señalaba que era el Pentágono el que dictaminaba la política
exterior, mientras los políticos se encargaban de gestionarla y, si estos no
tenían éxito, entonces se ponía en marcha la Realpolitik. En realidad, el
dictamen proviene del Estado profundo, que tiene al Pentágono como su brazo operativo
para vigilar al establishment político; por eso vemos cómo se militariza la
administración Trump con los generales John Kelly, James Mattis y H. R.
McMaster en puestos clave.
Este neoimperialismo de la doctrina “core and
the gap”, ya no descansaría en la anterior visión monetarista que popularizara
Mayer Amschel Rothschild: “dadme el control de la moneda y no me importará
quién hace las leyes”. Ahora se trata del poder combinado de las finanzas, la
inteligencia artificial y las ojivas nucleares. Por eso las guerras de cuarta
generación, dentro de la “doctrina del espectro completo”, son como la guerra
llevada por otros medios en un mundo del caos.
La nueva cosmogonía neoimperial divide al mundo
en dos, pero en ambos hay caos, porque el mundo estable está configurado
también por la amenaza del caos. El Imperio se repondría como el garante del
orden y la tributación al Imperio sería por sumisión absoluta, gracias a la
cultura del miedo que se inaugura con la guerra contra el terrorismo. Eso ya
está sucediendo en Europa. Formar parte del orden sería la capitulación total.
Para eso el Imperio tiene, en su institucionalidad global, los medios para
amenazar al mundo. Y sabe que, en una conflagración global, entra en juego el
poder nuclear, el cual, ninguna potencia estaría dispuesta a usar, porque eso
significa la puesta en marcha del MAD, o sea, la “destrucción mutua asegurada”.
El comando sur ya se dispone a maniobras militares en las fronteras venezolanas
con la participación de los ejércitos de Brasil, Colombia y Perú. Y las
sanciones económicas contra Corea del Norte, promovidas desde la ONU y
respaldadas inusitadamente por China y Rusia, muestra que intereses ocultos son
siempre los promotores del desprecio crónico a los países chicos: ¿será que
Corea sea una nueva Cuba negociada y sacrificada por las potencias
beligerantes?, porque es sabido que la amenaza a Corea es, en realidad, una
amenaza a China y Rusia.
La imposición del nuevo orden mundial que
promueve el Estado profundo ya fue expuesta, curiosamente, por el flamante
presidente francés Emmanuel Macron, en la reciente “Semaine des Ambassadeurs”,
donde prácticamente dio por enterrada la soberanía popular. Aduciendo que,
ahora, “nuestra soberanía es Europa”, no hace sino apoyarse en una ficción,
pues si todo su análisis parte, como dice, de los cambios producidos desde la
caída de muro de Berlín, entonces no hace sino describir un mundo que ya no
existe. La caída del muro de Berlín es el contexto que usó el neoliberalismo
(un mundo sin alternativas) para imponer la estrategia de globalización, que
empieza a desmoronarse el 2008, con el colapso financiero en USA. Pero el
contexto con el que nace el siglo XXI es el ascenso de las potencias
emergentes, los BRICS; o sea, de principio, se trata de un discurso anacrónico.
El neoimperialismo (porque Macron es apenas un
portavoz) parte de un mundo que ya no existe y, por ello mismo, no sabe en qué
mundo se encuentra. Fiel a un globalismo anacrónico, el presidente francés
juzga que sería absurdo volver –dice– al antiguo concepto de soberanía
nacional. Por eso Europa, tanto para Macron como para Angela Merkel, es apenas
una abstracción llenada de contenido por el peso de las finanzas. Por eso la
Europa a la cual se refiere está definida por el mercado: “tenemos que inscribirnos
en la tradición de las alianzas existentes y, de manera oportunista, construir
alianzas circunstanciales que nos permitan ser más eficaces”, por eso ve en
Europa apenas un conciliador cuya misión consiste en acercar a “las grandes
potencias cuyos intereses estratégicos divergen”. Habrá que ver si las
potencias consideran a Europa una autoridad moral por encima de sus intereses.
Macron también describe muy bien lo que
consideran los poderes fácticos como una migración “aceptable” para Europa. Francia
es la primera nación europea que instala en África “oficinas europeas de
inmigración”; esto quiere decir que es Europa la que decide qué tipo de
migrantes quiere aceptar y, de ese modo, acabar con el éxodo masivo hacia
Europa; pero esto no lo decide ninguna soberanía nacional, sino las necesidades
del mercado: “las rutas de la necesidad deben convertirse en rutas de la
libertad”. El mundo de la estabilidad se convierte en el reino de la libertad,
que se convierte en el mercado de “los bienes comunes (el planeta, la paz y la
cultura)”, que son accesibles sólo para los incluidos en éste. Por ello también
se pronuncia por “dar un nuevo aliento a la OTAN”, como un auténtico “promotor
de la paz”. Ahora podremos entender por qué Trump cambio de parecer con respecto
a la OTAN: en un mundo dividido entre el orden y el caos, la OTAN sigue siendo
necesaria.
El entierro de la soberanía popular condice con
la política de la Comisión Trilateral, desde los 70’s, expresado también por
Zbigniew Brzezinsky cuando afirmaba que el papel de los Estados iba a ser
desplazado por las corporaciones en la era tecnotrónica. O sea, se trata de una
política ya trabajada desde el siglo pasado y que precisaba el neoliberalismo
en su expansión global y que ahora la vemos en su forma acabada en la doctrina
“core and the gap”: una vez acabada con la soberanía popular y nacional, los
Estados carecen de todo poder y pueden ser fácilmente condenados al mundo del
caos. Deshacerse de dos tercios de la población mundial, para mantener la estabilidad
del primer mundo, no es algo descabellado, pues lo que origina este tipo de
apuestas es el agotamiento de los recursos naturales.
Para mantener el mito del desarrollo, la
sociedad moderna requiere de recursos inagotables y, como esto es imposible, ha
producido un dogma de fe que ahora le sirve para justificar un nuevo holocausto
mundial y que consiste en el cálculo de vidas necesarias para mantener el
sistema. Por eso el presidente Macron declara que, lo que movilizará a los
ciudadanos europeos, para no volver a “la edad de piedra”, como algunos países
del Medio Oriente, es “la creencia en el progreso”. Es lo que se propone la
nueva cosmogonía del Estado profundo: el reino del mileno es el orden y la paz,
pero está siendo constantemente amenazada por el reino del caos, por eso lo
devolveremos a “la edad de piedra”.
Dejar de ser parte del caos es someterse al
orden. ¿Qué le impide al Estado profundo implementar, de una vez por todas,
esta estrategia? Convencer a las potencias emergentes que no hay salida. Todo
es negociable, menos, dejar de hacer negocios. Cuando todo se hace negocio,
hasta la política sólo consiste en hacer buenos negocios y estos son la
expresión más acabada del cálculo de utilidad propia que realiza un ego
centrado exclusivamente en sus intereses egoístas. Éste es el tipo de cálculo
que realiza todo poder y, cuanto más poder concentra, más utilidades logra su
cálculo. Tanto las potencias, como los individuos, hacen ese cálculo, en un
mundo que ha convertido todo en negocio. Por eso la apuesta actual y, por la
cual, el Imperio encuentra opciones para su reposición, aunque sea como garante
operativo, es que, en medio de una crisis planetaria, seguir haciendo negocios
es la única razón que cuenta para este mundo.
¿Qué hacer? Si las guerras que ahora emprende el
Imperio no buscarían cambios de gobierno sino el caos prolongado, entonces
tampoco nos sirve, como marco analítico, la nomenclatura de la guerra
convencional. Cuando se dice que las guerras imperiales se explican por la
conquista de recursos estratégicos, se olvida que un Imperio no lucha por algo
sino por el todo. Incluso la nueva estrategia imperial sacrificaría a una buena
parte de sus Estados para generar la necesidad de la guerra continua. La guerra
contra el terrorismo daría lugar a la guerra contra los pobres y, como todos
quieren ser ricos, sobre todo en el primer mundo, esta aspiración daría lugar a
legitimar la doctrina “core and the gap”. Que no se trata ya de la propuesta de
Thomas Barnett, sino de su radicalización y performativización que hace el
Estado profundo en las opciones que baraja en un mundo básicamente tripolar. Si
el mundo cambia, el Imperio quiere decidir cómo ha de cambiar y qué tipo de
escenario estaría dispuesto a aceptar. Como los conflictos y las guerras que ha
emprendido, le han conducido a un desgaste de su poderío militar, su hegemonía
y su legitimidad, y esto pasa porque no ha sabido producir estabilidad después
de sus injerencias militares, ahora la opción sería ya no proponerse producir
estabilidad con la guerra sino diseminar el caos prolongado; de ese modo pone
al ámbito del caos en jaque y en condiciones de imposibilidad de recuperación.
Dos tercios del planeta estarían siendo arrastrados, ya no a un nuevo
subdesarrollo sino a “la edad de piedra”. En Latinoamérica todo empezaría con
Venezuela.
Pero lo que no entra en el cálculo del Imperio
es el factor pueblo. Y es el factor que, también, los gobiernos progresistas
descuidan. Una vez en el poder, la dirigencia se impone como sujeto
sustitutivo, expropiando el poder de decisión y reduciendo al pueblo a un mero
apéndice de la política. Si la nueva doctrina imperial ha enterrado la
soberanía popular, la respuesta sensata que debiéramos esperar de nuestra parte
es la construcción del poder popular. Porque el Imperio sólo puede
desestabilizar un país si hay condiciones para ello y eso significa un pueblo
despotenciado. Triunfa la injerencia imperial cuando puede atizar conflictos
que están dormidos. Pero un pueblo organizado, en tanto actor y sujeto de la política
que se propone su Estado, constituye la mejor defensa nacional que se pueda
tener. Nunca, en el mundo moderno, una soberanía popular ha producido
soberanía nacional. Por eso el Estado moderno contiene un tipo de legitimación
vertical por dominación. Por eso también se hace aparente y produce un concepto
de nación frágil, porque su legitimidad no nace de la base popular (eso explica
el contexto de independentismos que vive Europa, como en España). Lo que hemos
conocido, en la modernidad, es la imposición de soberanías nacionales
abstractas por sobre toda soberanía popular. Ese tipo de soberanía nacional es
el que ahora reclama Trump exclusivamente para USA, privándole a Corea del
Norte y Venezuela, por ejemplo, de ese mismo soberanía.
Construir el poder popular desde abajo es la
única posible defensa que se presenta en un mundo de guerra encendida. El
Imperio nunca pudo doblegar a Vietnam, fracasó en Corea y Cuba. La razón de
ello es que, cuando un pueblo encarna y es portador del espíritu mesiánico, del
cual habla Walter Benjamin, nada puede detener su poder utópico, es decir,
aquella potencia que le permite trascenderse a sí mismo y al mundo que le
oprime. Lo que no hay pone en su verdadero lugar a lo que hay, y aquel que se
sitúa en lo que todavía no hay, anticipa ese futuro como porvenir de su propia
praxis. Eso le constituye en lo que llamamos “consciencia anticipatoria”. Eso
le permite no encerrarse en el presente que impone el reino de este mundo sino
en anticiparse y hacer actualidad lo que ya vive como desiderátum utópico. Por
eso, no es, en definitiva, la fuerza militar, la riqueza, el crecimiento del
PIB, el desarrollo, etc., lo que impulsa y potencia a un pueblo, sino la fe que
tiene en sí mismo. Despertar esta fe es la verdadera revolución de nuestro
tiempo.
La Paz, Bolivia, 29 de septiembre de 2017
Rafael Bautista S.
autor de “El mito del mestizaje: crítica al
sistema de categorías
de la colonialidad epistémica”, de próxima
aparición.
Dirige “el taller de la descolonización”
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.