Por Rafael Bautista S.
Una lectura geopolítica no es una
política de Estado; pero sitúa a ésta y le proporciona los márgenes posibles de
acción según la disposición cartográfica que le brinda un determinado contexto
regional y global. La geopolítica nace de leer políticamente el espacio (en
cuanto geografía leída en términos estratégicos), pero leer políticamente el
espacio proviene del hacer autoconsciente un proyecto determinado; porque todo
proyecto constituye el horizonte utópico donde descansa la posibilidad misma de
la política.
De ese modo, una
política de Estado se constituye en la objetivación de la autoconsciencia que
un pueblo ha producido en cuanto proyecto de vida. El proyecto es lo que da
sentido a toda lectura. En consecuencia, no hay posibilidad de hacer una
lectura geopolítica sino dentro de un proyecto político determinado (que es
siempre el propio).
Esta distinción lógica
nos permite despejar las confusiones. Porque no es lo mismo una lectura –que
puede ser un diagnóstico– y un proyecto. Ahora bien, en el caso nuestro, la
ausencia centenaria de una política de Estado en torno al mar tiene que ver, no
sólo con la ausencia de proyecto sino, sobre todo, con la ausencia de proyecto
propio; es decir, la ausencia de Estado nacional es la consecuencia de la
ausencia de proyecto propio. Puesto que la nación es un proyecto político, la
ausencia de producir nación se traduce en la ausencia de producir Estado. Por
eso, lo que hay, no es más que un Estado aparente. Ese es el retrato político
de una Estado colonial. Incapaz de producir nación, su devenir consiste en
adaptarse del mejor modo posible (que es casi siempre el peor) a las
circunstancias que suceden siempre al margen de éste.
En ese sentido, la
pérdida del acceso al mar no es sólo imputable al usurpador sino a un Estado
señorial-oligárquico incapaz de producir nación; si el Estado es apenas el
botín de una casta, se entiende el carácter antinacional de ésta y, en
consecuencia, la precoz inclinación hacia intereses ajenos. Si después de la
derrota militar prosigue la resignación diplomática, una patología del Estado
republicano boliviano debiera dar cuenta del porqué de esa suerte de
entreguismo vocacional, del argumentar contra sí mismo para beneficio del
enemigo. El juicio al Estado colonial que pretendía la Asamblea Constituyente
tenía esa importancia: una “refundación del Estado” tiene sentido si se ha
comprendido la patología del Estado que se quiere superar.
¿De qué nos sirve ahora aquello? Nos sirve para
señalar los resabios señorialistas que aún perviven como patología estatal.
Porque si de derecho hablamos –haciendo mención a las palabras de nuestro
presidente en la reunión de la CELAC–, requerimos fundar nuestro derecho al mar
en algo ya no sólo consistente, en lo formal, sino coherente con el proyecto
propuesto, o sea, con el contenido propositivo que reúne a la nueva
disponibilidad plurinacional.
La lógica jurídica parte de una situación de facto que
funda toda jurisprudencia, en este caso, el derecho que da la victoria. Lo que
hace Köning y lo que siempre ha hecho Chile es fundar su derecho en el factum
de la victoria; desde allí se entiende que la derrota no proporciona derechos.
Desde Locke esto se conoce como “estado de guerra”, la declaración de la
inhumanidad del enemigo; eso le sirve al Imperio Británico para justificar el
genocidio de los indios de Norteamérica. En ambos casos, la violencia se
descubre como fundamento del derecho liberal moderno.
Ahora que exponemos ya no una reivindicación marítima
sino nuestro derecho soberano al mar, ¿en qué fundamos ese derecho? Si el
derecho nace del factum de la victoria, entonces hablamos de una legitimidad (y
su consecuente legalidad) de modo vertical. La legitimación de modo vertical
sucede por dominación y parte de la violencia fundacional que afirma el derecho
como patrimonio privativo de quien detenta el poder. El vencedor afirma su
pretendido derecho en ese sentido, lo grave es que el vencido admita lo mismo.
Chile se constituye como Estado militarista porque
frente a Perú y Bolivia no le quedaba otra opción que la beligerante; por eso,
aun hoy en día, no le conviene a Chile la unión de estos países (desde su
nacimiento como república, veía ya como amenaza lo que se explicitó en la
confederación que propugnaba el mariscal Santa Cruz). Si en Chile prospera la
legitimación vertical, en Perú y Bolivia sucede para la desgracia de ambos. En
el caso nuestro, las pérdidas territoriales son atribuibles a la casta señorial
y no a la nación, ya que ésta no merecía siquiera existir en los planes de
aquella. Perder territorio sin defenderlo es algo que carcome al espíritu
señorial, por eso no puede sino imprecar a la nación toda de sus propias
bajezas: perdimos el Litoral por “carnavaleros” (esa era su letanía, para
inculpar a la nación toda su propia responsabilidad histórica).
Los que se hacen con el Estado post-guerra del
Pacifico son precisamente quienes nunca lo defendieron: Arce y Campero; quienes
junto a Baptista o Montes y hasta Moreno son los patricios de la ideología
señorial (por eso no es raro que hasta hoy en día se les rinda honores), que
deposita en un chivo expiatorio todos sus oprobios: el indio.
La legitimación de modo democrático es lo que nunca se
propusieron, porque en tal caso debían imponerse a sí mismos el reconocimiento
de la humanidad del elemento nacional. En consecuencia, los vecinos aprovechan
no sólo la débil estructura estatal sino la propia ideología señorial: para
quien la nación no merece existir, el país mismo carece de sentido. Por eso no
se trata sólo de levantar el derecho sino de tomar conciencia de la necesidad
de fundarlo en algo que vaya más allá y supere al derecho que esgrime el
vencedor (y reafirma el vencido).
Porque se trata de dos proyectos distintos (uno
fundado en la dominación y el nuestro en la liberación), también se trata de
dos concepciones de derecho que necesitamos esclarecer, para que la
argumentación no sólo sea solida sino muestre la incongruencia e
insostenibilidad del otro.
El derecho que podemos argüir no es un derecho emanado
por constitución, porque una constitución no es sino también una convención; es
decir, no reclamamos nuestro derecho porque nuestra constitución lo diga. Chile
también deriva su derecho por constitución y en ésta, como en sus símbolos
patrios, se lee: por la razón y por la fuerza. Una constitución objetiva lo que
ya se halla fundado y lo que se halla fundado es también el fundamento del
derecho, que se expresa después como ley de Estado.
Nuestros argumentos históricos sobran pero, ante la
fuerza hecha razón de Estado, no valen. Sólo otra fuerza podría oponérsele.
Nuestro derecho al mar, no se funda en la posesión (que ya sería un argumento
válido, puesto que Atacama fue usurpada por una guerra que provocó el propio
Estado chileno); por eso no es un derecho reivindicacionista (aunque algunos de
nuestros ministros no sepan distinguir esto). Nuestro derecho tiene que ver, en
primer lugar, con el derecho de todo pueblo a su continuidad territorial. Chile
jamás podría argüir la previa presencia araucana o mapuche y menos española en
el Atacama. La continuidad de pisos ecológicos que provienen de la era
precolombina, advierten la conexión geopolítica del altiplano con la costa,
conexión que produjeron los aymaras (que aun existen en el norte chileno); aun
hoy en día, el comercio del occidente boliviano baja hacia esos lados.
En el horizonte geográfico de los altiplánicos se
encontraba siempre la costa, y en el discurso de la espacialidad del territorio
que produjeron los aymaras, la costa constituía la frontera natural para los
pueblos andinos. Si la tierra y el territorio son esenciales para la vida de un
pueblo, es porque ningún pueblo posee realidad sin su propio espacio y sin la
conciencia de su propia espacialidad; pues el suelo desde el cual se levanta
como pueblo es, por eso mismo, el suelo vital que le da realidad, porque
complementa su propia existencia.
La guerra que inició Chile no tenía afanes sólo
económicos. Había fines estratégicos, en este caso, geopolíticos; lo cual se
demuestra en los tratados posteriores a la guerra, como en el de 1904. En
definitiva Chile se proponía vivir a costa nuestra (con la complicidad de
nuestra casta señorial), pues nos convertía en doblemente tributarios, primero
del mercado mundial y luego del uso obligado de sus puertos. Con eso aseguraba
el desarrollo del norte chileno a costa de nuestra economía. La complicidad del
Estado señorial-oligárquico consistió en depender siempre de la salida por
puertos chilenos; por eso los tratados no hacían sino ratificar las ventajas
que tenía Chile ante la dependencia de un Estado que no buscaba más salidas que
las mismas (el botín chileno fue nuestra dependencia, por eso podían chantajear
todo lo que quisieran, porque la vocación señorial así lo permitía).
Lo que antes era, y siempre fue, una libre conexión
entre altiplano y costa, después de la usurpación se convirtió en un muro
jurídico-político que nos condenaba al encierro geopolítico (por eso no es
metafórica la acepción de enclaustramiento). El mercado mundial que nacía, lo
hacía por el mar y Bolivia quedaba impedida de una concurrencia libre a ese
mercado. Su condición de doble tributario hacía más desgraciada la vida en su
interior, puesto que los ingresos (en gran parte el propio tributo indígena)
ahora debían costear aquel peaje inevitable que imponía Chile. A ello hay que
sumar, otra vez, gracias a la complicidad propia, la destrucción del comercio
nacional por su supeditación al comercio chileno. La consigna fue siempre vivir
a costa nuestra. Chile aseguraba, de ese modo, el modo parasitario de su
desarrollo.
Entonces, por último, nuestro derecho proviene de algo
anterior a todo discurso estatal: ningún pueblo puede vivir a costas y expensas
de otro pueblo. Pretender fundar el derecho en esta injusticia, vulnera al
derecho mismo; pues sólo la vida es la fuente de todo derecho posible y, en
consecuencia, el derecho sólo puede nacer de la afirmación de la vida, lo cual
significa que la vida de uno No puede significar la muerte de otro. El
pretendido derecho que postula un Estado a costa de la vida de todo un pueblo
no constituye derechos sino es la violación de todo derecho.
Por eso hace bien nuestro presidente en sostener que
nuestra protesta no es por reivindicación sino por derecho. Lo que estamos
poniendo en evidencia, es la irracional pretensión de fundar el derecho en la
conquista. Este es el contexto que nos sirve para proceder con una adecuada
lectura geopolítica del contexto actual, en el cual podamos perfilar una determinada
política de Estado referida al mar.
Nuestra lectura geopolítica tuvo al parecer eco en
ambientes gubernamentales, lo cual nos mueve a argumentar de mejor modo las
opciones (porque no basta que se repitan como consignas los argumentos y es
mejor que expongan los argumentos quienes los han producido que quienes
simplemente los repiten). La nueva disposición geopolítica que va emergiendo en
este nuevo mundo multipolar, nos proporciona un contexto, en el cual, sería
posible estratégicamente remediar nuestra postración (como ya dejamos señalado
en nuestro libro: “Pensar Bolivia del Estado colonial al Estado plurinacional.
Volumen II”). De las nuevas potencias emergentes, Brasil y China son las que
nos interesan y con quienes ya debiéramos generar las condiciones para
establecer nuevas opciones.
Se habla ya de la integración de dos nuevas potencias
al grupo de los BRICS; una relativamente mediana pero de importancia
geopolítica y geoestratégica: Turquía; la otra es Indonesia y su importancia no
es sólo económica sino comercial, regional y también geopolítica. Los BRICS
(que serían ahora BRICSIT) apuntan a una integración que va más allá de la
puramente económica, lo cual ya se advirtió con la inclusión de Sudáfrica que,
junto a India y Brasil, establecen la potestad de una ruta estratégica entre
tres continentes. Brasil necesita una conexión efectiva con China para que
aquella potestad estratégica sea definitiva. Bolivia tiene entonces importancia
geoestratégica, pues es el corredor ideal que requiere Brasil para consolidar
su conexión bioceánica.
Nuestra tesis se enfoca en ese sentido. La bioceánica
aparece como una oportunidad geopolítica que nos permitiría desplazar la
importancia de los puertos chilenos y apostar a la creación de un corredor de
integración económico-comercial entre Brasil, Bolivia y Perú. Involucrar al
Perú para nosotros es estratégico, pues por el potenciamiento del norte
chileno, a costa nuestra, también el Perú sufre la postergación de su región
sur. Entonces es necesario insistir en el interés común que representaría
nuestra apuesta. Lo cual significa no sólo utilizar los puertos de Ilo o
Matarani (como ya se señala inocentemente). Una auténtica estrategia no acaba
con el uso de puertos sino con una verdadera integración económico-comercial y
sobre todo, geopolítica.
En toda reconfiguración geopolítica las estrategias
estatales pasan por asuntos de sobrevivencia de los países. Lo que se evalúa
es, en definitiva, un posicionamiento efectivo en esa reconfiguración. Cuando
Chile nos enclaustró, condicionó nuestra integración al mercado mundial a la
supeditación de sus propios intereses, es decir, geopolíticamente nos anuló.
La sobrevivencia nuestra en el nuevo mundo multipolar,
pasa por una adecuada lectura geopolítica de la movible disposición
cartográfica, donde los corredores geográficos tienen carácter estratégico. La
bioceánica nos podría permitir un posicionamiento más beneficioso, pues se
trata de una conexión que la potencia vecina requiere, sobre todo sus Estados
de Rondônia y Mato Grosso, además de Sao Paulo, el polo de mayor exportación
del Brasil.
Bolivia es el corredor idóneo de acceso al Pacífico.
En ese sentido, nuestro país necesita un uso geopolítico de su condición de
corredor geoestratégico, apuntando estratégicamente por dónde sale aquel
corredor. Cuando de comercio se trata (tasas aduaneras, aranceles, peajes,
etc.), a nadie se le ocurriría desestimar ser parte de semejante corredor.
Apoyándonos en el hecho de ser la mayor parte del corredor, la decisión de
direccionar la bioceánica significa una decisión política, o sea de política de
Estado. Por eso no se trata sólo del uso de puertos sino de toda una estrategia
que apunte a menguar la importancia de los puertos chilenos y el subsecuente
potenciamiento de las regiones peruano-bolivianas involucradas en ese corredor
estratégico.
Arica e Iquique dependen del comercio boliviano, pero
en las condiciones que nos impuso el Estado chileno, esa dependencia se ha
traducido siempre en dependencia nuestra. La mentalidad colonial de nuestro
Estado jamás apostó a remediar aquella dependencia y nunca vio otro destino que
sostener, a costa siempre nuestra, el desarrollo del norte chileno.
Usar la bioceánica de modo estratégico también
supondría un proyecto más ambicioso: la integración amazónica entre Brasil,
Bolivia y Perú. Lo cual podría hasta convertirse en un activo estratégico
medioambiental que la región podría presentar como respaldo de iniciativas
globales de políticas para enfrentar la crisis climática. Eso significaría
acercar al Brasil a nuestra política de “defensa de derechos de la Madre
Tierra”. De este modo también perfilamos una nueva salida, hacia el Atlántico,
por el Amazonas. Además que la integración estratégica no acaba allí sino que
proyecta, despertando la historia común entre Perú y Bolivia, la restauración
de la expansión incaica, lo cual incorpora al norte argentino en una nueva
apuesta integracionista. Bolivia se presentaría como centro neurálgico de toda
esta nueva estrategia geopolítica. Lo cual nos coloca en una posición atractiva
en la región y, además, como conexión estratégica entre dos potencias
emergentes, Brasil y China.
Todo esto no puede diluirse en un mero afán
circunstancial sino que su explicitación en política de Estado requiere hacerse
doctrina estatal, lo cual significa hacerse ideología nacional. La nueva
disponibilidad que nace del contenido plurinacional del proceso constituyente,
genera las condiciones propositivas para que el propio pueblo cambie su
universo de creencias; por ejemplo, ese cuasi culto al producto extranjero es
una de las mermas en la propia producción nacional, en ese sentido, la
revalorización de nuestra producción necesita orientarse a un paulatino
desplazamiento de los productos chilenos de nuestro mercado interno.
No podemos más seguir concibiendo nuestro consumo como
despotenciamiento nuestro. Sólo restándole nuestro mercado a la producción
chilena, generaríamos las condiciones para bajar la soberbia de su Estado, sin
necesidad de trifulcas mediáticas. A eso hay que añadir la apuesta estratégica
de una bioceánica que no tenga por destino los puertos chilenos. El futuro del
norte chileno quedaría comprometido, y su Estado en la necesidad de
reconsiderar su obcecada intransigencia. Nuestro presidente desenmascaró en la
CELAC la inconsistencia de la postura chilena; pero eso no basta si no es
acompañada por una política de Estado; lo cual significa moverse en toda
coyuntura sin claudicar los propósitos de nuestra estrategia hecha doctrina
estatal y asumida por el pueblo como ideología nacional.
Todo esto significa una legitimación de una nueva
ideología nacional por vía democrática y acabar con el actual empecinamiento de
buscar aquello por vía vertical. Lo cual descubre los resabios señorialistas
que todavía mantiene nuestro Estado (aunque ya se crea plurinacional). Una
muestra de estos resabios lo encontramos en la caracterización del “nuevo”
Estado que hace nuestro vicepresidente. En un artículo suyo sobre la “Topología
del Estado” (La Razón, 17-02-13), después de celebrar la ocupación territorial
de la geografía, hecha por los andinos y amazónicos, destacando los cultivos en
andenes, la diversificación de las semillas, acueductos, depósitos estatales de
alimentos, la creación de lagunas artificiales, etc., subrayando que se trataba
de una civilización que universalizó métodos tecnológicos avanzados que, según
él, corresponden a un tipo de Estado plurinacional “antiguo” (por no decir
“atrasado”, lo cual ya destaca una visión eurocéntrica); concluye en una
descripción de la “territorialidad policéntrica con la forma geométrica de un
heptágono con centro gravitante”, que sería el “nuevo” Estado plurinacional,
cuyos vértices, el Chaco en el sur, Uyuni en el suroeste, el Mutún en el
sudeste, San Buenaventura en el noroeste, Santa Cruz en el noreste, Cachuela
Esperanza en el norte y el vértice central en el trópico cochabambino,
contienen como núcleos irradiantes de la economía, otra vez, las materias
primas: el gas, el litio, el hierro, además de hidroeléctricas que comprometen
el ecosistema y la agroindustria depredadora. Es decir, la universalización de
las tecnologías en la producción de antes, está bien para el pasado, pero para
ahora seguimos nomas dependiendo de las materias primas y los recursos
naturales no renovables. Es decir, otra vez, la visión señorialista del
excedente en forma de extracción y no de producción, lo cual ha generado la
típica ideología extractivista prototípica del Estado señorial-oligárquico.
Quien piensa de ese modo no comprende que el papel
estratégico de las materias primas no consiste en fundar en éstas la economía
sino que toda economía se sostiene, en primera y última instancia, en
garantizar su soberanía alimentaria; esa es la materialidad ineludible de todo
proyecto económico. No hay riqueza alguna si no hay previamente aquella
materialidad asegurada. Las materias primas juegan un papel estratégico, pero
ninguna economía podría sostenerse, en el largo plazo, en recursos depletables,
es decir, agotables. En la nueva disposición geopolítica multipolar, a la cual
tiende el mundo de hoy, las materias primas y los recursos energéticos ya no
están para ofertarse como meras mercancías, pero la consigna de “exportar o
morir” parece que persiste en nuestro gobierno (para pensar una primera
revolución industrial en nuestro suelo, nuestros recursos debieran ser vistos
como el soporte del potenciamiento de una producción, con su respectiva
industria, genuinamente propia).
En las condiciones actuales, sostener nuestro supuesto
desarrollo en la visión señorialista de la explotación de todo lo que hay, no
puede sino reafirmar el carácter estructural de una economía extractivista. Lo
que se proponía el “antiguo” Estado precolombino era algo más sensato, pues,
como dice nuestro vicepresidente, si la geografía es “asumida por la organización
material del Estado para verificar su soberanía”, ésta jamás puede sostenerse
estratégicamente sólo con las materias primas sino con una revolución
productiva que garantice, en el largo plazo, la soberanía económica. La
producción propia es la única garantía de toda soberanía.
Mientras aquel Estado “antiguo” priorizaba la
producción antes que la pura extracción de materias primas, como fundamento de
la economía, la “nueva” caracterización del “nuevo” Estado, persiste en el
extractivismo, reiterando la apuesta que encandiló a todas nuestras
oligarquías: el excedente en forma de milagro. A esto llamamos la colonialidad
de la política estatal. Aunque se parta de premisas ciertas, las mediaciones
conceptuales que se halla para convertirlas en política, no hacen sino replicar
lo que se pretende superar. Porque el horizonte no cambia, la política que se
adopta, tampoco.
Una geopolítica del mar, hoy por hoy, no puede tampoco
postularse desde las mismas creencias señorialistas. Nuestra definición actual ya
no puede replicar la forma en la cual se nos ha percibido, sino que pasa por
una redefinición del modo cómo nos percibimos de aquí en adelante. Si merecemos
sobrevivir en el nuevo orden multipolar es porque tenemos un mensaje que el
mundo entero necesita oír. Ese es el acento revolucionario que tiene nuestro
“proceso de cambio”. Si se critica la soledad de la posición boliviana en
contextos multilaterales (si estaba el presidente Chávez no hubiésemos estando
tan solos en la CELAC), acerca del reclamo marítimo, también debiera criticarse
la ausencia centenaria de posición geopolítica que haya significado nuestra
importancia en el contexto, por lo menos, regional. Ahora que se hace posible
una nueva reconfiguración global, no hay mejor contexto para inscribir
soberanamente nuestra presencia, en un mundo nuevo. Si nuestras pretensiones
pasan por acercar intereses comunes regionales a los nuestros, además de
ofrecernos como garantía de integración hasta global, ya no estaremos tan
solos.
La Paz, Bolivia, 17 de febrero de 2013
Rafael
Bautista S.
Autor de “DEL MITO DEL DESARROLLO
Autor de “DEL MITO DEL DESARROLLO
rafaelcorso@yahoo.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.