Por Rafael Bautista S.
La pregunta es necesaria ante la confusión
gubernamental (que escuda sus dislates en algo que enuncia pero no comprende);
no se trata de desvivirse por ella sino de la urgente necesidad que tenemos de
remontar esa confusión gubernamental en clarificación popular; porque el mandar
obedeciendo señala un nuevo modo de ejercer el poder. Si el poder es la
categoría fundamental de toda política, de lo que se trata, en definitiva, es
de proponer un paso trascendental: de la política moderna de dominación a una
política de liberación (de toda pretensión de dominación). Proponer una nueva
política significa transitar hacia ella; no se trata de una mera invención
teórica sino de la transformación histórica de la propia praxis política. Por
eso aparece la confusión, porque si no hay tránsito, no hay modo de señalar,
menos de exponer, lo que no se ha transitado. Por eso hablan de lo que no
saben. Si el concepto no ha hecho carne, ese vacío no puede llenarlo la fatua
erudición; si la propia existencia no ha hecho el tránsito hacia lo nuevo,
entonces la recaída se hace inevitable.
¿Por qué la política económica del gobierno no va más
allá de lo que critica? Es fácil calumniar un modelo pero, si no se produce una
crítica real, de nada sirve arrojar piedras hacia aquello que persiste en uno
mismo; en este caso, la ingenuidad repite hasta la lógica de aquello que
supuestamente critica: ante la complejidad de todo problema opta por el puro
simplismo de reducir toda opción a la más usual (a esto se llama adicción:
realizar una y otra vez la misma operación creyendo que alguna vez saldrá un
resultado distinto; por más que se diga que se trataba de una adecuación de
precios, era un gasolinazo y la respuesta popular no podía haber sido
distinta).
Todos critican al neoliberalismo pero no saben salir
de su lógica; algo similar sucede con el gobierno: despotrica contra el
capitalismo pero no sabe hacer otra cosa. ¿Por qué? Porque no se trata de
cambiar de camiseta; se trata de transitar efectivamente hacia ese más allá que
se anuncia (el que no cree no transita y se condena a defender lo ya
establecido, se vuelve inevitablemente conservador). Por eso lo de proceso no
es pura retorica, y la descolonización no consiste en darle la espalda al
presente (sino sacarlo de la inercia homogénea del tiempo matemático), o
privarnos de futuro.
El asunto, en definitiva, es: ¿cuál futuro? El
capitalismo ofrece un futuro, ese futuro es el producido por el modelo de vida
que presupone: la modernidad. ¿De qué tipo de futuro se trata? El futuro de la
modernidad es el mito de la ciencia moderna: el progreso infinito (donde todo
es posible, hasta la vida eterna). Ese mito lo comparten derecha e izquierda,
capitalismo y socialismo; por eso no era de extrañar que neoliberales y
gobierno coincidan. En el fondo todos están de acuerdo con ese mito: que en el
futuro (siempre postergado) todo lo prometido será cumplido, sólo basta
sacrificar el presente. La creencia en ese mito conduce siempre a sacrificar todo
presente por un futuro que nunca llega, por eso el sacrificio nunca termina.
Pero si sacrificamos el presente no aseguramos ningún futuro; por privarnos el
pan de hoy puede que no lleguemos a ningún mañana.
El gasolinazo seguía la misma lógica: para tener más
dinero debemos sacrificar a los que nunca tienen, prometiéndoles lo mismo de
siempre. “Hasta el agua cuesta más barato que la gasolina”, decía el
vicepresidente. Pero, ¿quién pone esos precios?; no es el pobre, es el mercado,
y ¿qué hace el gobierno?: quita la subvención a la gente y subvenciona al
mercado internacional, con el hambre de los pobres. Eso se llama transferencia
de plusvalor, de la periferia al centro. ¿Cómo se logra eso? Las nuevas
ganancias de las petroleras son las que median esa transferencia.
El mito del progreso infinito se traduce en la
economía moderna hasta en sus dos polos opuestos: en el capitalismo se trata
del equilibrio del mercado perfecto, en el socialismo la planificación
perfecta. El perfil de ambos se prescribe desde aquella previa abstracción que
realiza, previamente, la ciencia moderna: el progreso infinito es sólo posible
abstrayendo la vida del ser humano y la naturaleza; es decir, sólo vaciándolos
de realidad y vida es que puede postularse una ilusión semejante. ¿Cómo puede
postularse un progreso infinito sabiendo que los recursos naturales y el
trabajo humano no son infinitos? La explotación insensata tiene su
justificación en ese mito. Lo cual lleva a la degeneración de la economía
moderna: de ciencia que estudia la sostenibilidad de la producción y los
recursos, a mero arte del lucro y la codicia (para que no digan que es sólo
asunto de indios, hasta al mismo Aristóteles ya le preocupaba que la oikonomie
degenere en crematisitike). Desde que la economía confunde sus propósitos,
aparecen las distorsiones; se origina la ciencia de los negocios: la economía
persigue tasas infinitas de crecimiento, por eso privilegia criterios
abstractos como la tasa de ganancias, equilibrios fiscales, estabilidad
macroeconómica, etc. La cuestión es: ¿se puede vivir con eso?, es más, si nos
proponemos la justicia y la igualdad, esos indicadores, ¿son racionales?
Amartya Sen lo pone de este modo: mal se habría desarrollado una economía que
aunque poseyera índices positivos de crecimiento no hubiera realizado su ideal
de vida buena.
Si el ideal es el vivir bien y la economía que
adoptamos no realiza aquello entonces esa economía no sirve para vivir. La
réplica diría: no es posible ahora pero mañana sí. Esa réplica confirma el
mito; el futuro es siempre aplazado en la infinitud del tiempo abstracto, por
el cual todo presente debe ser sacrificado. La modernidad viene prometiendo
realizar los más grandes sueños de la humanidad desde hace cinco siglos; en
nombre de estas aspiraciones nos conduce al actual callejón sin salida que
padece la humanidad: la múltiple crisis civilizatoria que agudiza la muerte del
planeta y de toda la vida. Se trata de una racionalidad irracional que sólo
sabe destruir para producir; por eso se trata de una racionalidad que es
imposible de superar si es que no se ha salido, lógica y existencialmente, de
ella.
Por eso no es nomás calumniar al capitalismo (los que
cambian de bandera son casi siempre los más gritones). La crítica verdadera no
es producto sólo del descontento sino de la esperanza de generar alternativa, y
hay ésta porque lo que no hay ahora (la utopía que se persigue) pone en su
verdadero lugar a lo que hay (la injusticia, que ya no es eterna sino se hace
histórica, o sea, posible de ser superada). Aparece el pensamiento
revolucionario, no sólo proponiendo lo que no hay sino manifestando su
posibilidad; el conservador defiende sólo lo que hay y por defenderlo se somete
a lo dado. Por eso tiene poca capacidad imaginativa.
Lo que no puede atravesar existencialmente es
imposible que siquiera lo exponga teóricamente. No ha vivido aquello, por eso
lo que dice es pura demagogia que ni él mismo cree. ¿Cómo proponemos una nueva
economía? Sin una descolonización previa eso es imposible; descolonización aquí
quiere decir desmontaje y desmantelamiento total. Porque la dominación no es
sólo discurso sino, más que una lógica, una racionalidad que origina un
conocimiento pertinente para su propio desarrollo.
¿Por qué hay gasolinazo?, y lo más grave: ¿por qué se
presenta inevitable?, ¿por qué parece no haber alternativas? El circo mediático
que provoca la derecha no ayuda a entender el asunto, porque ella es la primera
enceguecida por el fetiche que ahora parece hacer nido en el propio Estado
plurinacional: el mercado global. La curiosa confluencia de gobierno y
oposición (pues ambos coinciden en la medida) muestra ya la ausencia de
alternativas que se propina el propio gobierno al someterse a las reglas del
mercado global. Lo triste de este sometimiento es que no se produce por
ausencia de legitimidad popular, recursos estratégicos, ventajas geopolíticas o
activos ideológicos (comparables al 52, lo señalado supera cualitativamente la
base material de la revolución de abril).
No sólo las condiciones contextuales sino políticas,
históricas y subjetivas son, otra vez, envidiables, pero se las rifa desde la
más ingenua tozudez academicista de continuar interpretando un proceso
descolonizador desde la misma perspectiva euro-norteamericano-céntrica, es
decir, colonial, es decir, moderno-occidental. Se trata de esta aporía:
mirarnos, en el proceso de nuestra liberación, siempre con los ojos del
dominador (que tenemos adentro, bien instalado). Por eso el Estado
plurinacional se diluye, otra vez, en una reposición del Estado
moderno-liberal-colonial, con su cara actual: el proyecto autonómico.
Por eso el gobierno sólo puede concebir un Estado
plurinacional autonómico y jamás un Estado plurinacional comunitario. La
diferencia es cualitativa para aquel que verdaderamente abandona el Estado
colonial. Por eso se trata de transitar; no de un tránsito cualquiera sino el
tránsito de una forma de vida a otra. La política trata de eso: de proponernos
un nuevo modo de vivir en común. Eso es lo que hace a un proyecto
revolucionario. La reforma autonómica no hace más que performativizar el Estado
liberal; una reforma que en ningún caso es revolucionaria, por eso su modelo es
a la española, belga o canadiense; es decir, sigue siendo ajeno y nunca
deducido de nuestra propia historia y nuestras propias contradicciones. El que
no sabe ser libre opta, hasta en su liberación, por el modelo de su antiguo
patrón; por eso no cuestiona ni la irracional distribución territorial
colonial. Si quisieran atacar de fondo el carácter feudal del oriente boliviano
tendrían que empezar por eso; pero en una visión colonial, la herencia
republicana no se objeta sino se la sacraliza.
La falta de alternativas proviene de aquella sumisión;
se trata de una apuesta también teórica: el que parte de lo dado deviene en
conservador (aunque se haga guerrillero). Y como todo conservador, su apuesta
consiste en la estabilidad, en el retorno al orden establecido (como en el
futbol boliviano, mete un gol a los 10 minutos y se repliega defensivamente
esperando el milagro del minuto final); jamás se propone el salto, por eso no
lo piensa. Si piensa sólo lo posible entonces se condena al orden de lo
establecido y, en economía, ese orden, es el orden del mercado global
capitalista (su única preocupación consiste en: ¿cómo ingresar en él?).
También es conservador porque cree que la derrota del
enemigo es militar o política, y no se da cuenta que la dominación no es sólo
política o económica sino también cultural y hasta financiera. Su ceguera no
proviene de su mala voluntad sino de su ausencia de horizonte; vive
cuestionando el capitalismo pero, en el fondo, no sabe hacer otra cosa que
reproducirlo; propone un mundo nuevo pero sigue viviendo el viejo; habla de un
nuevo Estado pero sus nuevas leyes no cuestionan su fundamento colonial.
El año pasado, de modo aleccionador, Boaventura de
Sousa (pensando el golpe suscitado en Ecuador) reflexionaba a nuestro
vicepresidente sobre la contradicción inherente en el Estado: el Estado que
piensa que lo conservador está fuera de él es, precisamente, el Estado liberal.
Es decir, un Estado que piensa de ese modo, no ha salido de la relación
sujeto-objeto y devalúa al pueblo a mero objeto de la política que, como
patrimonio exclusivo del Estado, reproduce la dominación que pretende superar;
no sólo porque actúa desde arriba sino porque al devaluar al pueblo devalúa la
misma política.
Entonces no hay cambio; no puede haber obediencia a un
objeto. El pueblo se reduce a mero obediente y la política a mera
administración, es decir, se tecnifica. Por eso el constante retintineo:
“precisamos técnicos”, “es que es cuestión técnica”, etc. Ponerle cortinas a un
dormitorio es cuestión técnica, pero construirnos una casa ya no lo es; y si se
trata de la casa grande, con mayor razón. La construcción de una nación y, por
ende, de su Estado, no puede reducirse a mera técnica. Porque de lo que se
trata es de construir el sentido de nación y, en consecuencia, el contenido del
fundamento del propio Estado. El que cree que estas cuestiones son inventar el
agua tibia es aquel que no es consciente de la colonialidad de los presupuestos
de los cuales parte, pues precisamente estos le dicen: si ya todo está dicho.
El problema es: ¿quiénes lo han dicho?; europeos y norteamericanos; es decir,
todo lo han dicho los que nos dominaron y, ¿qué se deriva de lo que han dicho?:
que la única alternativa es la de ellos. La colonización es tal que, ahora que
está el primer mundo en crisis multiplicada, ¿cambia en algo la visión del
colonizado? No. Ahora él mismo se ofrece como garante de la recuperación del
primer mundo, aun a costa de la propia vida de su país.
El gasolinazo tiene ese contexto. El gobierno se mete
en un callejón sin salida por un pésimo asesoramiento económico-financiero. Las
transnacionales hidrocarburíferas no son un apéndice autónomo del mercado
global (por eso las lecturas unilaterales, hoy en día, están conduciendo al
fracaso político de procesos de liberación) y la penetración de las lógicas
neoliberales no son tan obvias como se cree ingenuamente; porque las
petroleras, el capital financiero, los organismos multilaterales, la banca
privada internacional –quienes se vinculan en la intimidad de lo profundo de la
estructura económica mundial– son determinaciones funcionales del mercado
global que, para su recomposición, no sólo precisa de nuevos y mayores recursos
para su expansión sino, lo que es más peligroso, precisa destruir toda alternativa
que muestre ser posible y sostenible de ser realizada. Si alguna posibilidad se
sostiene de modo real, se desmorona el totalitarismo actual del mercado global;
por eso la guerra financiera que desata la banca anglosajona. El paulatino
copamiento de la visión financierista en el gobierno muestra la pérdida
paulatina del horizonte de descolonización en el ámbito de la economía. Basta
que un componente financiero ligado a la acumulación global ingrese en el
Estado, para que todos los demás anden como Pedro por su casa.
En su informe anual, el vicepresidente señalaba que
eran falsas las acusaciones de capitalismo de Estado; según él, capitalismo
significa acumulación y no hay sector o clase en el Estado que esté acumulando
para sí capital. Como la discusión política ha degenerado tanto (gracias sobre
todo a los medios), se trata de una respuesta de manual a una calumnia de
mercado; porque ni la denuncia busca la verdad, sólo la venganza, ni la
respuesta ofrece comprensión, sólo porfía. En esa discusión, entre gobierno y
oposición (del dime con quién te acuestas y te diré a qué hueles), que tanto
festejan los medios y a la cual cae como corderito un gobierno que no atina a
desembarazarse de esa mediación perversa que provoca la mayor parte de
desencuentros hasta nacionales, se pierde el ámbito de discusión propiamente
política, la que debería generar un proceso de las características del
boliviano: si hay un cambio de época, ¿cómo describimos la nueva época a la
cual se abre, no sólo Bolivia, sino el mundo entero?
En ese sentido, el asunto de la acumulación debe
analizarse desde otros ángulos. Es cierto que no hay acumulación personal o
corporativa directa, pero al establecerse criterios mercadotécnicos para
evaluar el crecimiento de la economía, lo que se hace es pretender medir las
expectativas reales con indicadores falsos. Todos los indicadores
macroeconómicos no son inocentes y todos responden al desarrollo y crecimiento
del capital global, estos miden cómo nuestras economías, fieles a un
sometimiento estructural, continúan transfiriendo plusvalor al capital central
global, ahora financiero.
Lo que no se da cuenta el vicepresidente es que el
Estado plurinacional ahora acumula capital no para sí sino para el mercado
global, o sea, continúa transfiriendo la sangre de nuestro pueblo objetivada en
capital para el apetito del Moloch que hablaba Marx (del ídolo moderno al cual
se sacrifican millones de vidas para inflar sus ganancias). La transferencia,
hasta de modo inocente, se hace en las tan aclamadas reservas. Se sigue
alimentando una moneda (el dólar) que, como el vampiro, vive de chupar sangre
ajena para seguir viviendo. Tal vez nunca le dijeron a nuestro presidente que
nuestros intereses son menos de los usuales, por los dislates de los
neoliberales; pues de ganar mejores intereses en otras instancias financieras,
resulta que nuestras reservas apenas reciben un 0.25% anual en la banca
anglosajona ligada estrechamente a intereses espurios en el petróleo y la
producción de armas. No vaya a ser cierto aquella fábula religiosa: dinero
maldito no produce felicidad (agregaríamos: la liberación se corrompe por el
uso que se le asigna a lo ganado).
Como se acumula para el mercado global, entonces se
trabaja para costear, otra vez, la dominación estructural; si no podemos hacer
uso de nuestro dinero y sólo lo tenemos como garantía entonces nos sometemos al
crédito internacional (en el caso de la CAF pagamos los créditos a razón de 8%
anual). La lógica de la deuda penetra, esta vez, en el nuevo Estado. Nunca se
es sujeto de deuda como cree ufanamente el presidente; la deuda, en el mundo
moderno, es lo que devalúa la condición de ser sujeto, porque se trata de una
lógica que desarrolla la dependencia sistemática de los países pobres,
imposibilitando toda pretensión de soberanía, porque con el crédito no sólo
entra dinero sino las condiciones para la reproducción de éste en capital
global. El primer mundo introduce en los créditos nuevos procesos de
acumulación para maximizar los componentes orgánicos del capital financiero
global; ante la crisis financiera y la ausencia de liquidez en la banca privada
internacional, ésta se recompone mediante la transferencia de plusvalor, ya sea
como intereses de deuda y como incremento en las reservas (siempre en dólares).
Nuestra pretendida independencia económica se desdice
por la transferencia sistemática que se hace de soberanía; es decir,
recuperamos lo nuestro para devolverlo de nuevo a los mismos ladrones. La
soberanía no se queda con nosotros sino la transferimos al dólar, que se
recupera a costa nuestra. Nuestra servidumbre se hace voluntaria, la condición
colonial parece nuestra segunda naturaleza. El imperio ya no necesita
invadirnos; solo precisa ingresar, vía crédito internacional, financiando –y
muy bien– la reposición del Estado liberal moderno (que se llame o deje de
llamarse plurinacional no le preocupa; con tal que restablezca su carácter
dependiente, hasta puede honrar al indio por semejante vuelta a la normalidad).
El Estado se recompone literalmente, por eso la disputa
de los ministerios acaba con la primacía del sector financiero, los autores del
gasolinazo: si la planificación es macroeconómica financiera, no hay economía
plural, menos Estado plurinacional; si este sector abre el Estado a las
condiciones que pone el crédito internacional, permite el ingreso de toda la
lógica neoliberal, por eso no es de extrañar el argumento reiterativo: para
justificar el plan económico se escudan en la econometría del Banco Mundial. La
ponderación no es gratuita: el gobierno lo hace muy bien, mejor que los
neoliberales; pues los indicadores económicos positivos que nos muestran es
para señalar lo bien que nuestra economía desarrolla la acumulación del mercado
global y lo bien que se recompone nuestra dependencia estructural. Por eso tampoco
es de extrañar que hasta el Evo ya se haya creído el cuento de “exportar o
morir”.
Uno de los argumentos del gasolinazo es cierto, se
trataba de privilegiar un sector, el agroindustrial; pero cuando el
vicepresidente anuncia las medidas paliativas, extrañamente algunas compensan
exclusivamente a este sector (como es la compra por parte del Estado –a precio
internacional– de la producción que monopoliza el capital agroindustrial del
oriente); y cuando después del gasolinazo surgen recién los consensos, uno de
los interlocutores privilegiados es, de nuevo, el agroindustrial. El interés
primordial de este sector es la exportación, su inclinación productiva se debe
al mercado mundial, parte de esa lógica y se debe a ella, es decir, actúa según
las reglas del mercado. Desgraciadamente esa lógica ya convenció al presidente;
ahora, para él, la garantía para abastecer el mercado interno se deduce de lo
que sobre de las exportaciones. Esta sumisión a las necesidades del mercado ya
lo venía expresando, aunque de modo anecdótico, en su primera gestión: gobernar
es hacer buenos negocios. Eso les abrió las puertas del Estado a los que
piensan la economía como ciencia de los negocios; curiosamente apadrinados por
quienes, en el gobierno, se creen socialistas.
Nada raro. Los marxistas que convirtieron al marxismo
en una escolástica y a El Capital en un catecismo, acabaron con la política y,
en su defecto, crearon una nueva secta (jacobinos declarados no supieron hacer
otra cosa sino una nueva religión) que levantó nuevos ídolos a los cuales
inclinarse: las leyes de la historia, la materia eterna, la visión científica
de la vida, etc. Sin detenernos en todos estos disparates (que Marx nunca, es
justo decirlo, difundió), basta señalar la incoherencia de una medida como el
gasolinazo con toda la teoría que desarrolla Marx. Lo que llaman la adecuación
de precios (de la gasolina y el diesel) es adecuación a los índices que
establece el propio mercado; esto quiere decir, en lenguaje marxista,
subordinación a las leyes que actúan a espaldas de los actores; si el mercado
decide, entonces los seres humanos ya no son actores (y menos la naturaleza),
lo que es peor, el mercado decide la vida y la muerte de los seres humanos.
Esto es precisamente la denuncia al sistema de categorías de la economía
política burguesa: el capitalista piensa que sin capital no hay nada, ni
siquiera vida. Marx responde: el capital no es nada más que el robo que se le
hace al trabajo vivo, es decir, el robo que se le hace a la propia vida, por
eso dice, de modo categórico, el trabajo es todo. El fetichismo consiste en
creer que sin capital (inversión) no hay nada. El trabajo es todo quiere decir:
el fundamento del propio capital es el trabajo humano.
Una economía que parte del capital, de la inversión
(por eso se somete a las condiciones de las petroleras), a costa de la vida de
los seres humanos y a naturaleza, es una economía que privilegia los negocios,
el crecimiento macroeconómico, las ganancias, y cuyas consecuencias son, en el
mediano y largo plazo, la muerte de todos y de todo. Cuando el gobierno sale en
auxilio de las petroleras y se propone cortar la subvención para promover la
inversión, lo que hace es subvencionar a las petroleras con el hambre de su
propio pueblo; éstas arguyen que la producción de un barril de petróleo les
cuesta más de 50 dólares, pero no dicen que este precio supera hasta la media
internacional en diez veces (y tampoco, obviamente, señalan que ese precio
sobreestima su verdadero costo, pues ese petróleo no es ni siquiera fruto del
trabajo de exploración de las petroleras sino del desmantelado YPFB en el
periodo neoliberal; aun vendiendo a 27 dólares el barril sacan considerables
ganancias, pero si su interés es el mercado global, se entiende que nuestra
gente les importa poco y esto parece transferirse al gobierno cuando estipulan
la lógica de las ganancias –de las petroleras– como indicador exclusivo de
crecimiento en ese rubro).
Ahora bien, si el diagnóstico fuera más sensato, la
medida se inclinaría a cobrar a PETROBRAS los líquidos que van contenidos en el
gas y que los brasileros reciben gratis (ya hay diversos análisis que señalan
que la supuesta recuperación de más de 300 millones de dólares del contrabando
que pretendía el gasolinazo, queda corto frente a la recuperación de más de 700
millones de dólares que se obtendría cobrando a los brasileros los líquidos; es
decir, hablando de subvenciones, se pretende dejar de subvencionar al mercado
interno pero se subvenciona a PETROBRAS lo que después ellos separan en suelo
brasilero, acrecentando ganancias extraordinarias).
En definitiva, el asunto no es subvencionar o no sino:
bajo qué criterio subvencionamos a tal o cual sector de la economía. Los
gringos subvencionan su producción agrícola, y el primer país capitalista,
Inglaterra, empezó subvencionando su producción para después abrirle las
puertas a la exportación masiva de ella. Si hasta en China los carburantes se
hallan subsidiados; esto quiere decir que la protección de la economía nacional
pasa por desacoplamientos sistemáticos de las reglas del mercado global; lo
contrario, articularse demasiado a estas, es lo más suicida. En eso consiste,
entre otras cosas, el éxito de las economías asiáticas; uno no es nunca
independiente del todo, es independiente en la medida en que es consciente del
grado de dependencia que tiene (la dependencia no es nunca unilateral, por eso
las desventajas actuales se pueden hacer ventajas futuras), por ello el manejo
de la economía no puede ser técnico sino político, porque se trata de
desestructurar sistemática y paulatinamente los componentes orgánicos de la
dependencia. La técnica es sólo la deducción hasta mecánica de principios ya
establecidos; pero si nuestro objetivo es proponer algo nuevo, ¿cómo podemos
subordinarnos a indicadores ya dados y establecidos por la economía capitalista
neoliberal? Si todo asunto es sólo técnico, entonces no hay nada nuevo para
hacer, sólo repetir lo que ya había. El conservador se esfuerza
disciplinadamente en mantener a toda costa lo establecido, es su dogma de fe.
No se transita a una nueva política por entusiasmo o
buenas intenciones; no se produce como derivación de un dogma, tampoco se trata
de un cambio automático. Se trata, en efecto, de un tránsito. Por eso siempre
se insiste: el cambio es un proceso. El proceso nuestro tiene su referencia
concreta: es un proceso de descolonización. Se trata de un tránsito que ya no
es sólo lógico sino existencial.
El sector intelectual del gobierno se esmeró tanto en
vaciar aquella legitimidad lograda el año pasado que, en tiempo record, no sólo
socavaron la confianza nacional sino que, de modo hasta dramático, no hallan
mejor remate que replicar aquello que tanto critican: el modelo neoliberal. El
carácter financierista que iba adquiriendo la política económica no era accidental,
sino que respondía a la incapacidad de transitar hacia una nueva economía más
allá del capitalismo. Cuando Zavaleta decía que la creencia irrenunciable de la
casta señorial consistía en su juramento de superioridad sobre los indios, “aun
con marxismo o sin él”, se refería a esta incapacidad; por eso habla de
“paradoja señorial”. Esto quiere decir: el retorno al origen de clase; el que
es incapaz de transitar hacia lo nuevo se devuelve, inevitablemente, a lo que
siempre fue (y se junta con los de su misma condición). Por eso: el poder no
cambia a la gente sino muestra lo que verdaderamente es.
En Bolivia, el origen de las clases es la disolución
de la comunidad en atomización individual; es decir: para que aparezcan las
clases debe desaparecer el proyecto de nación (y las naciones que podrían
formular semejante proyecto). Desaparece como proyecto porque desaparece su
contenido hasta cultural; lo plural se reduce a la diferencia numérica, lo que
queda es el ciudadano, que vale por lo que tiene. El Estado es señorial porque
sólo los señores tienen; es colonial porque el señorío es sólo aparente (la
paradoja boliviana no sería la de un burro cargado de oro sino la de un burro
que se cree señor).
¿Por qué la recaída? Porque al no haber transito
existencial no hay posibilidad de advertir alternativas. Sólo aparecen las
alternativas cuando se ha salido, de modo efectivo, de lo aparentemente
inevitable. De lo contrario nos condenamos a, lo que llama Hinkelammert, las
fuerzas compulsivas de los hechos. Si la política es el arte de lo posible, en
la visión del conservador, el arte se vuelve pura técnica, es decir, derivación
de lo establecido. Es conservador porque se somete, según Marx, a leyes que
actúan a espaldas de los actores. Entonces desaparece la política y se
convierte en pura administración de la economía convertida en ciencia de los
negocios. Lo posible ya no es posibilidad sino sólo lo admisible por lo
establecido.
Lo establecido es el viejo orden financiero unipolar,
que trata de sobrevivir a su crisis produciendo nuevas sangrías en los países
pobres. Por eso se dice, y con razón: una verdadera liberación nacional pasa
por una liberación financiera. Optar por el gasolinazo no era más que seguir
leyendo el siglo XXI desde el siglo XX. Los colonizados son los que viven en el
pasado; incapaces de transitar hacia lo nuevo, sólo saben aferrase a lo
viejo.
Si la constitución de un nuevo Estado
parte de las necesidades del viejo Estado, entonces no hay constitución sino
reposición; ello teóricamente apuntaba a un nuevo termidor, esa era la
conclusión de un jacobinismo criollo. Lo débil o lo fuerte son cuitas del
Estado colonial, no tienen por qué serlo de un nuevo Estado plurinacional.
Pretender un Estado fuerte es, básicamente, diluir la hegemonía en dominación
pura. Nuestro vicepresidente, fiel a su weberianismo más ortodoxo, no concibe
otra forma de ejercer el poder sino constituir al pueblo en obediente. Pero, de
ese modo, la política se devalúa; si sólo hay obedientes no hay actores y si no
hay actores no hay legitimidad alguna. Sólo después de lanzada la medida se
acordaron que había que consultar al pueblo.
Proponer una nueva política pasa por
desmontar la concepción del poder que tiene la política moderna que, en Weber,
tiene su postrera expresión: la dominación legítima ante obedientes. Pero no
puede haber dominación legítima, es una auto-contradicción performativa. Tal
obediencia no produce legitimación; si la dominación produce obedientes no es
nunca obediencia libre. Si hay sólo obediencia (pasiva y sometida) no hay
libertad. Si no hay libertad hay dominación. Por eso: toda dominación es
ilegítima.
Cuando hay dominación hay, lo que suele
llamar nuestro vicepresidente: expropiación de la decisión. Pero si ésta es
expropiada entonces no hay “mandar obedeciendo”, hay “mandar mandando”. Cuando
el pueblo ya no es sujeto de decisión, el pueblo es devaluado como objeto.
Cuando la política se expresa en la relación sujeto-objeto, el sujeto, o sea,
el político, debe previamente vaciarse de toda relación con lo ahora
constituido como objeto, o sea, el pueblo. Por eso, al expropiarle su capacidad
de decisión, le expropia su capacidad de ser sujeto. Por eso el político ya no
escucha y se vuelve autorreferencial; tampoco se hace sujeto. El político de la
dominación siente una profunda desconfianza hacia su pueblo; por eso, una vez
en el poder, ya no le consulta. Dice que quieren copar el Estado pero, para
evitar eso, no genera procesos de democratización al interior de las
organizaciones, sino que pacta con sus dirigencias (para imponer medidas); es
decir, fomenta, él mismo, la corrupción que critica.
Vociferar contra el capitalismo es fácil. Lo que ya no
es fácil es salir de su lógica; pero sólo comprendiendo y atravesando su lógica
es que podemos salir de él. Pero salir lógicamente quiere también decir: salir
existencialmente. Por eso la pura retórica no sirve; de eso está lleno el
marxismo del siglo XX (los izquierdistas criticaban al capitalismo, pero no
sabían hacer otra cosa sino replicarlo). Para superar la lógica del capital hay
que atravesarlo, lógica y existencialmente, y la ortodoxia marxista, en ello,
fue desastrosa; diluyendo la obra de Marx en una escolástica no hicieron más
que crearse una nueva religión que escupía a todos los dioses.
El neoliberalismo y el posmodernismo justificaron
aquello: vivir sin dioses es no creer en nada, menos en un mundo más justo, por
eso, lo único que resta, es administrar, del mejor modo, lo que hay: dorar la
dominación y edulcorar la injusticia. Por eso no dudaron en cambiar de bando y,
aunque les cueste creer, lo que hicieron fue otorgarle la legitimación que
siempre precisó la burguesía, en todos lados: brindarles las banderas de los
oprimidos, en bandeja de plata. Por eso no es de extrañar que los asesores
gubernamentales sean marxistas trasnochados que, al modo de los vampiros, sólo
saben vivir en la noche de sus nostalgias, pues en el día, en el jach’a uru, el
gran día que ha llegado, no saben ver nada sus ojos ciegos.
¿Qué significa mandar obedeciendo? Su significación es
el contenido que emerge del tránsito hacia un nuevo modo de concebir la
política y, en consecuencia, de producir y crear una nueva praxis política.
Significa constituir al pueblo en sujeto. Pero esta constitución no se la
realiza desde el Estado sino que el Estado se transforma en la mediación
institucional para la constitución del propio pueblo en sujeto.
Es algo que el propio pueblo debe de también saber
atravesar; porque el pueblo también se puede dejar arrastrar por la inercia de
las leyes que actúan a espaldas de los actores; es cuando cree que la
delegación de poder que ha producido acaba con su propio poder, cuando espera
que el futuro llegue sin proponerse producirlo. No es sujeto porque no sabe ser
sujeto y, en consecuencia, no actúa como sujeto. Por eso, si en el proceso
aparece la recaída, se trata de una recaída también en el propio pueblo, en el
proceso mismo de su constitución; en el creer que lo logrado lo es todo y no
una parte de su propia acumulación como historia contenida, comprendida y realizada,
esto es, que la autoconciencia lograda sea productora de historia propia.
“Ahora es nuestro tiempo” quiere decir: subordinar el
tiempo de las cosas y las mercancías al tiempo verdaderamente humano. Vivir la
política y la economía de modo humano. No hay humanidad sin naturaleza, por
tanto, recuperar nuestro ritmo es recuperar el equilibrio. Si no hay diálogo en
nuestras vidas es porque no hay equilibrio; eso es lo que hay que producir.
Obedecer ya no es bajar la cabeza sino significa sintonizarse con el ritmo de
la vida que fluye humanamente en forma de dignidad. Ser sujeto es ser digno.
Desde la dignidad uno concibe el mando como merecimiento y el obedecer como
virtud. Por eso el verdadero líder es aquel que se resiste a serlo: si alguien
es más humilde que yo entonces es superior a mí. El verdadero obedecer es el
saber escuchar; si el pueblo es objeto no tiene sentido escucharle, pero si es
sujeto, la primera condición de este reconocimiento es el saber escuchar su
palabra interpeladora.
Mandar obedeciendo es sólo posible en una nueva forma
de vida; una nueva forma que no se halla más allá de esta vida sino en ésta,
pero de modo ausente. Pero su ausencia no la revela su no existencia sino la
imposibilidad que tenemos de verla, aunque se halle ante nuestras narices. La
verdadera vida no está en otra parte y el mandar obedeciendo no es otro poder
sino el modo más realista de desplegar el poder. Poder no como propiedad sino
como voluntad de transformación, el origen de toda política. Cuando la crítica
superficial dice: quien pierde con el gasolinazo es el realismo político, no se
pregunta lo que debería preguntar: ¿es realista el realismo político? (porque
los supuestos realistas resultaron ser los más ilusos, pues ni siquiera
supieron medir los tiempos y aplicaron un gasolinazo a un pueblo festivo en
plena fiesta, algo imperdonable). No hay crítica sin autocrítica. Por eso el
pueblo también debe de ponerse en el lugar de la crítica.
Pues todos aspiramos a una forma de vida que consiste
en la acumulación sin fin de satisfactores de deseos infinitos; un deseo de
riqueza que choca, inevitablemente, con los límites reales de la propia
naturaleza. Todas nuestras demandas se reducen a mejoras salariales que
compensen nuestra adicción al consumismo (si la producción se orienta por esta
clase de consumo entonces cavamos nuestra propia tumba, generamos la lógica que
nos destruye, pues nuestro poder se diluye exclusivamente en poder comprar
mercancías que chorrean sangre humana y sangre de la naturaleza, propiciamos la
explotación; por eso aspiramos a la riqueza y esta aspiración, cuando se hace
motor del desarrollo, genera inevitablemente la miseria necesaria para
satisfacer la insatisfacción absoluta: la codicia). La sociedad moderna se
organiza según este patrón, es un conglomerado de interese individualistas
dispuestos bajo el único interés de generar riqueza, por eso es un orden del
desorden, cuyo único equilibrio consiste en el desequilibrio constante que
produce la competencia generalizada: el hombre lobo del hombre (lo que pone la
modernidad como lo anterior a la sociedad –moderna– resulta ser el modelo de
vida de esa misma sociedad).
Por eso la alternativa real es el descreer de esa
forma de vida, atravesar la forma de vida moderna hacia un nuevo modo de vivir.
El modo de vida fundamentado en la riqueza nunca ha solucionado los problemas
que la producción de esa misma riqueza ha generado. Cinco siglos de modernidad,
tres siglos de capitalismo, casi medio siglo de neoliberalismo, no han sido
nunca la solución de los problemas que ellos mismos crearon. Por eso la
solución nuestra no es copiar el mismo desarrollo que nos condenó al
subdesarrollo. La solución consiste en proponernos una nueva forma de vida más
humana y más digna, cuya constante nunca más sea que la vida de unos cuantos
signifique la muerte de muchos. Quienes transitan a esa nueva forma de vida
tienen la autoridad que brinda el testimonio, porque esa autoridad emana de una
purificación existencial, la purificación de toda pretensión de dominación. Por
eso la obediencia recupera su carácter liberador. En la dominación la
obediencia es pura sumisión; en la liberación no es tampoco insubordinación
sino: el respeto sagrado a la dignidad absoluta del otro que no soy yo. Porque
la obediencia es la consecuencia del escuchar verdadero. El verdadero político
de la liberación es el servidor; el que se hace libre liberando, es decir,
sirviendo, y sólo es capaz de servir el que sabe primeramente escuchar.
La Paz, 26 de enero de 2011
Rafael Bautista S.Autor de “¿QUÉ
SIGNIFICA EL ESTADO PLURINACIONAL?” y “HACIA UNA CONSTITUCIÓN DEL SENTIDO
SIGNIFICATIVO DEL VIVIR BIEN”rincón ediciones, rafaelcorso@yahoo.com
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