16/11/2016
Pocos se
acuerdan que Lincoln era republicano y que, en la cámara de representantes, los
abolicionistas de la esclavitud no eran, precisamente, los demócratas. Creer
que el partido demócrata representó siempre el “ala izquierda” del sistema
político norteamericano es otra más de las mitologías gringas. Tampoco el
establishment es el “Estado profundo”. Y aquel no es un todo monolítico sino
que está atravesado por un conjunto de intereses que no siempre comulgan entre
sí. Si Hillary Clinton era la candidata de los heraldos de la globalización
neoliberal: medios, lobbies y Wall Street, ¿de quién era candidato Donald
Trump?
Esta es una
pregunta que la hacemos después del discurso de Trump una vez vencedor de las
elecciones. El tono “políticamente correcto” que asume, no cuadra con su acento
pre-electoral. Todo el establishment parecía alineado a Hillary, pero, mientras
caen las bolsas en Asia y en Europa y cae el precio del petróleo; el día
después de las elecciones, la bolsa de New York, o sea, Wall Street, reacciona
con un optimismo sospechoso mientras países, como México, se arrinconaban en la
incertidumbre. Curiosamente, el candidato que había enfrentado al
establishment, recibía el apoyo tácito del brazo financiero del establishment.
O sea, ¿será realmente Trump un outsider o su candidatura era una estrategia
encubierta del “Estado profundo”?
Esto merece ser
tematizado de modo complejo y multidimensional y establecer no sólo los
intereses que estaban en juego, sino toda la disposición geopolítica que el
Imperio tenía enfrente, a la hora de decidir qué política de Estado asumir
después del fracaso de la administración Obama (donde estaba seriamente
comprometida Hillary) en Siria y Ucrania y, con ello, la prospectiva de la
admisión de un nuevo mundo tripolar.
Más allá del
circo mediático que promueve la tecno-política, lo que estaba en juego eran las
opciones que tenía ante sí el establishment en plena crisis de la globalización
neoliberal, en la cual USA había comprometido su propia estabilidad como
nación. Las opciones, por supuesto, no eran ambos candidatos, sino el tipo de
respuesta que iba a adoptar el Imperio ante los inminentes ascensos de China y
Rusia, amenazando seriamente su hegemonía global (ya que la errática política
exterior de la administración Obama, parecía haber complicado todavía más la
vigencia del mundo unipolar).
La opción que
representaba Hilary era la belicista, o sea, imponer la supremacía gringa
cueste lo que cueste. Trump adoptó algo que impermeabilizó las críticas a sus
extravagancias (showman como fue siempre, sabía que llamar la atención, a como
dé lugar, siempre da resultado), pues el foco de su retórica fue el detalle que
hizo la diferencia frente a la candidata demócrata. En la consigna “make
America great again”, logró congregar a todos los descontentos y desplazados
por el actual 1% de billonarios nuevos. Pero, ¿a quiénes iba dirigida realmente
esa consigna?, a los que se reconocen en la identidad WASP (blanco,
anglo-sajón, protestante). O sea, Trump resucitaba a Huntington (a su “¿quiénes
somos?” y su “choque de civilizaciones”) y afirmaba a un USA antediluviano, del
tiempo de los pilgrims.
Se trataba de
la insurgencia dramática del núcleo blanco conservador, como respuesta ante la
decadencia cultural y civilizatoria del Imperio norteamericano. ¿Qué significa
“hacer una América grande otra vez”? Significa reponer su “excepcionalismo”.
Pero no hay “excepcionalismo” para adentro. Esto sólo es posible con la
globalización hegemónica de ese proyecto, o sea, la imposición de un mundo
unipolar. O sea, la arenga de Trump, con claros tintes neo-keynesianos,
posibles para el siglo XX, ya no son posibles en los términos de su campaña.
Todas las promesas que propagó no podrían restituir el liderazgo gringo. Lo
único que lograrían es la sobrevivencia de USA en un resignado mundo
multipolar, y esto significaría la admisión de un “nuevo orden” donde ya no es
más la hegemonía que fue en el siglo XX.
Entonces algo
más no cuadra. Como ya señalamos, el establishment no es el “Estado profundo”
y, si aquél contiene intereses que no siempre cuadran, el “Estado profundo” no
puede permitirse aquello. Resignarse a tener un presidente ajeno a la política
profunda, no es algo que consienta su historia (desde Lincoln hasta Kennedy eso
es sabido).
Mientras todos
daban como ganadora a la candidata del establishment, la estrategia de Trump
era denunciar la profunda corrupción del sistema político norteamericano y la
doble moral de sus instituciones. Las voces críticas del norte ya señalaban que
un fraude electoral es más que posible, que los medios jamás fueron imparciales
y que la propia justicia estaba corrompida. Pero los medios hegemónicos –la
Mediocracia– no dan lugar a este tipo de críticas; lo cual es más difícil de
hacer con un candidato –además ruidoso– a la presidencia, menos con uno del
sistema bipartidista.
Lo que
realmente estaba en juego jamás salió a luz pública y nunca estuvo en el guion
de los debates para la presidencia. Mientras tanto, lo más paradójico, los
llamados “progresistas” (esa izquierda reciclada), incautos e iletrados en el
lenguaje geopolítico del cambio de época y presos de la parafernalia mediática,
es decir, de la mitología imperial (la libertad de expresión, los derechos
humanos, la división de poderes, las instituciones democráticas, las
diversidades, el multiculturalismo, etc., etc.), se inclinaban castamente por
la candidata de los “warmongers” (aquellos que incitan una tercera guerra
mundial).
El perfil
demócrata presidencial era obvio, una delicia para los siempre moderados:
mujer, feminista liberal, exitosa, de carrera, pro-inmigrante, pro-Israel,
pro-Islam, a favor del aborto, etc. Pero ello tampoco encajaba con su
historial. Durante la administración Obama, siendo secretaria de Estado, se
expulsó más indocumentados que nunca: 2.5 millones; el muro USA-México es un proyecto
que data de Obama, con Hillary como secretaria de Estado; fue entusiasta de la
invasión a Libia, comprometida con la guerra en Siria; la fundación Clinton
recibe donaciones de aquellos que financiaron al ISIS; en los mails
intervenidos se lee los verdaderos intereses perversos que se hallan detrás de
las invasiones y las guerras que promueve USA, también desde el Departamento de
Estado (el verdadero motivo de la intervención en Libia fue su osadía de crear
su propia divisa basada en el oro, para competir con el euro y el dólar; en
Siria no se trataba de “derechos humanos” sino de los intereses geopolíticos
sobre el gas y el petróleo). Esa era la candidata de la izquierda
“progresista”, aquí y allá, en el norte y en el sur (se habían creído el
cuento: “lady and the trump” for dummies, “la dama y el vagabundo” para
tontos). La propaganda contra Trump tenía la intención de ocultar esos hechos.
Discutir sobre líos de faldas era más conveniente que desnudar el fracaso del
neoliberalismo incluso en el hogar del Imperio.
Pero si, por un
lado, la cosa estaba –supuestamente– clara para el establishment político, ¿qué
influye para que el propio FBI se desmarque de una trama ya orquestada? Los
demócratas señalan que las develaciones y el proceder del FBI, en vísperas de
las elecciones, fue lo que cambió el desenlace del acto electoral. Entonces,
¿qué pasó? El ámbito financiero siempre se mueve con información privilegiada
y, para que éste responda positivamente –después de las elecciones– mientras
que las otras bolsas señalen cifras negativas, el resultado ya se sabía y, por
lo visto, tenía el visto bueno del sector más profundo de la política imperial,
el “Estado profundo”. Entonces la cosa no estaba tan clara para el
establishment porque, por otro lado, con Hilary como presidenta –después de las
develaciones del FBI–, se deslegitimaba todo el sistema político institucional
que la favorecía.
Ahora bien, el
candidato Trump, con el acento contestatario que asumió como candidato, no
tenía esperanzas de terminar su mandato e incluso de siquiera iniciarlo.
Entonces, ¿qué pasa?, ¿el “Estado profundo” se resigna a un candidato
incontrolable? ¿O hay un pacto entre bambalinas que mueve los hilos de la misma
elección, produciendo una inclinación premeditada hacia quien promueve un
retorno a los valores fundacionales de USA como nación? ¿Cuál sería el
propósito?, ¿devolverse una identidad desde la cual impulsar un nuevo
“awakening” o “despertar espiritual”?
La decadencia
del Imperio requiere desesperadamente un nuevo impulso y ese impulso requiere
una nueva base de legitimación. Y eso no lo puede hacer la sola economía. Lo
que despierta en el gringo medio la interpelación de Trump es la emergencia de
un nuevo “destino manifiesto”. Pero la fuente donde pretende hallarlo ya no es
referencia para el presente. Los valores del puritanismo que encarnaron los
“padres fundadores” calan la idiosincrasia de los WASP, pero demográficamente
son lo que ya no constituye mayoría para el 2050.
Ante la
inminencia de las potencias emergentes y el nuevo tablero geopolítico
multipolar, donde tanto China como Rusia (así también India, Irán o Turquía)
reivindican sus valores culturales y religiosos como fuente identitaria de su
proyección civilizatoria, USA, en plena des-globalización e irrupción de
nacionalismos proteccionistas, padece de una profunda crisis de identidad. Por
eso Huntington y su “who are we?” no cuaja. La identidad norteamericana no es
lo que trajeron los pilgrims sino lo que nació desde lo negado por el Estado
gringo. Por eso se dice que USA no es una nación sino una ideología: su
“excepcionalismo”.
Huntington
arguye que cuatro “despertares” o “awakenings” (concepto que describe al
espíritu mismo del protestantismo gringo) están en la base espiritual de
sucesos políticos de profundas consecuencias en la vida norteamericana. La
propia guerra de la independencia estaría marcada por el liderazgo espiritual
de George Whitefield, movilizando a las colonias y generando una
proto-conciencia nacional. Pero estos “despertares” suceden en la subjetividad
de unos descendientes de europeos que, “destinados por Dios”, invaden y pueblan
una tierra donde los originarios (ni ningún “otro”) nunca serían sus iguales.
El puritanismo
de aquellos –la salvación como apuesta individualista– es la base ética del
posterior liberalismo capitalista que asumen como forma de vida. Es decir, en
torno a una ideología producen una identidad. El “despertar” del puritanismo
fundador constituye el foco de interpelación que le sirve a Trump para desarmar
a la candidata del establishment. Por eso no necesitaba su campaña de discursos
ni debates de alto nivel, bastaba “despertar”, en las fibras más íntimas de los
gringos, la idiosincrasia de su propio “excepcionalismo” venido a menos.
El sueño
americano también se construyó en torno a estos valores: el esfuerzo
individual, el trabajo propio, como base de la prosperidad material. Incluso
cuando el consumismo se convierte en forma de vida (en los cincuenta), en la
espiritualidad propia del “american way of life”, el individualismo egoísta es
siempre la fuente desde donde se proyecta como nación. Por eso, “greed is good”
o la codicia es buena, constituye el núcleo moral que comprime su “destino
manifiesto”. Pero todo eso es, precisamente, lo que ha entrado en crisis y ya
no puede servir de legitimación de un mundo en transición civilizatoria;
entonces, pretender volver a aquello no es sólo anacrónico sino hasta
involutivo (en el lenguaje globalizador).
La reclusión
que muestran las sociedades del primer mundo, en plena debacle civilizatoria
del mundo moderno, muestran, por ello, claras tendencias conservadoras. La
globalización que impulsaron terminó por afectar su propia estabilidad como naciones.
En ese sentido es que se advierte nuevos Trump, sobre todo en Europa, en contra
de todo aquello que no consideran sus iguales. El racismo, machismo y la
intolerancia del candidato republicano no es algo privativo, como si Trump
fuese una excepción (un monstruo, como lo calificaron los medios); es más bien
el fiel retrato de la idiosincrasia del gringo medio, incluso de aquel educado
y formado académicamente. Entonces, la exageración provenía no de Trump sino de
una sociedad que no se reconoce ni machista, ni racista, ni discriminadora, ni
intolerante, es decir, una sociedad que no admite lo que en el fondo le
constituye como sociedad.
En ese sentido,
Hillary se constituye como la verdadera “outsider”, por eso vale la analogía:
“Lady and the tramp”. Ella es la “Lady”, la que no sabe, una vez fuera de la
casa de los amos, en qué mundo se encuentra. Por eso ni los jóvenes, ni la
“working class”, votan por ella; su origen de cuna de oro les desagrada a los
desempleados y hasta a los marginados por la educación superior. Mientras la
propaganda mediática a favor de Hillary sólo logra seducir a cándidos
espectadores del show político, el “despreciado” (“Tramp” es un perro
vagabundo, conoce la calle, de ricos y de pobres, es un don Juan que también se
llama “Golfo”, del cual se enamora la “Lady”) se hace hasta simpático para los
desconfiados del sistema político. Al final, como en las novelas, ponerse del
lado del agredido no proviene por razones de justicia sino por una pulsión de
venganza. El showman Trump lo sabía, por eso su ataque al papel manipulador de
los medios, en realidad, tenía como fin su reivindicación ante el electorado.
Por eso muchos
quedan atrapados en la retórica de su campaña, quedándose suspendidos en la
política aparente, sin tomar en cuenta que, se puede prometer todo, como se
hace en elecciones, pero lo que realmente se pone en juego, no se ve, y eso es
lo que precisamente todo análisis debería desenmascarar. En toda elección no
disputan sólo candidatos y sus partidos; lo que realmente se disputa, en países
como USA, y en el contexto actual, es la viabilidad de su hegemonía global. A
estas alturas de la vida, que USA se proponga un encapsulamiento económico,
supondría resignar cómodamente su hegemonía global. Eso es algo que no puede permitirse
el “Estado profundo”.
El
establishment sufrió un revés con el triunfo de Trump y demostró, a la luz
pública, sus desatinos e incongruencias con su propia nación, empujándola a una
merma no sólo de su importancia global sino a una debacle económica. Con Obama
no cambió el panorama y Hillary no dio muestras de cambiar de política (siempre
a favor de los Bancos y en contra de los contribuyentes). Pero el “Estado
profundo” puede ir en contra incluso del propio establishment y conducir a todo
el sistema –exponencialmente global– a un sismo de magnitud 12 en la escala de
Richter.
Hoy estaríamos
en condiciones de ver aquello. Y un “nuevo orden mundial”, patrocinado por el
“Estado profundo”, en la actual guerra fría entre el yuan y el dólar, colisiona
con cualquier intento de suspender, por ejemplo, los tratados comerciales
promovidos por el dólar. En este sentido, al igual que Obama, Trump puede
encarnar y hasta prometer atender todas las demandas populares en tiempos
electorales, pero, en la Casa Blanca es sólo un inquilino más, y en USA no
manda el presidente.
Hillary era la
distracción. Si lograba seducir al electorado podía recibir el ok, pero,
presidenta o no, la política y la democracia habían llegado a su fin. Con Trump
se acabó la democracia (si es que alguna vez existió realmente en USA) y la
política. No en vano al neoliberalismo se le llama “capitalismo salvaje”. Como
en el Chile de Allende, una vez acabada la vía constitucional, viene el golpe.
La elección de Trump representa el fracaso del neoliberalismo, pero, así como
nació, no democráticamente, así tampoco se irá pacíficamente. Por eso la
arrogancia y prepotencia de Trump es sintomática, pues él mismo es un hijo del
neoliberalismo. Y no va a matar al padre, es más, puede hasta que se inmole por
un dios –el dios dólar– hambriento siempre de sacrificios humanos.
Por eso aparece
como un héroe para sus electores, porque un mártir debe serlo. El “Estado
profundo”, después del brexit, puede que no dude en implosionar el sistema. Ya
alguna vez lo señaló un bróker: “no nos interesa si el mundo se viene abajo
sino cuánto dinero podemos hacer cuando el mundo se venga abajo”. Ya se anuncia
un “calexit” o la secesión de California (la octava economía mundial, que sufre
de estrés acuífero). Hillary hablaba de una nación fracturada. La reposición de
un mundo unipolar, basado en el dólar, es sólo posible por medio de una guerra.
Las características de ésta es lo que parece todavía no decidirse en la
política profunda. Ni China ni Rusia podrían renunciar a su ascenso y un
equilibrio de poderes, incluso nuclear, parece ser lo único que podría
garantizar la estabilidad global.
La situación es
dramática, incluso para el Imperio. Y esto lo sabe muy bien el “Estado
profundo”. La apuesta por Trump tiene sus matices, todos ellos contradictorios.
Sólo un poder, de magnitud intensa, podría resolverlas. Pero el problema sigue
siendo, ¿cuál es el precio de esa resolución?
Una de las
atenuantes que podría haber desestimado el apoyo del “Estado profundo” a
Hillary, es su estrecha relación con las petro-monarquías árabes y la
“Hermandad Musulmana” (el jefe de campaña de Hillary, John Podesta, es promotor
de los intereses de Arabia Saudita en el Congreso gringo, por cuyo conducto, el
príncipe Mohamed ben Salman financió un 20% de la campaña electoral de Hillary.
Huma Abedin, jefa de trabajo del equipo de Hillary, así como su madre; Mehdi K.
Alhassani, miembro del Consejo de Seguridad Nacional, 2009-2012; Abon’go Malik
Obama, presidente de la “Fundación Obama”; Rashad Hussain, embajador de USA
ante la “Conferencia Islámica”; Louay M. Safi, ex consejero del Pentágono y
actualmente miembro de la “Coalición Nacional Siria”, Gehad el-Haddad,
responsable del proyecto “Clima”, de la “Fundación Clinton”, etc.; todos ellos
son miembros de la “Hermandad Musulmana”).
Si esto fuera
poco, otra parte del financiamiento espurio de su campaña proviene de su
siempre estrecha relación, entre la “Fundación Clinton”, George Soros y Goldman
Sachs (los que abonaron a Bill Clinton, 17 millones de dólares, sólo en
conferencias dedicadas a los Bancos). Los megabancos apilados en Wall Street,
los servicios de espionaje y el Departamento de Estado fusionaban, de ese modo,
intereses, incluso por sobre el gobierno. Es decir, tampoco era tan controlable
Hillary.
Si, según los
mails de Podesta, presentados por Assange, la mitad del gabinete de Obama fue
nombrado por Citigroup, ¿sería Goldman Sachs la encargada de nombrar el
gabinete de Hillary? Si esto fuera así, entonces, ¿no nos encontraríamos ante una
guerra de posiciones en el mismo sector bancario-financiero? Puede que la
inclinación post-electoral, de ese sector, a favor de Trump, se haya originado
en los inevitables titulares que tramarían los propios medios (al servicio de
alguien más): “Hillary recibió donaciones de patrocinadores estatales del
ISIS”.
El problema de
apoyar a Hillary consistía en que ya no era confiable, no sólo por su ligereza
cibernética descubierta por el FBI, sino por su temeraria actuación como
secretaria de Estado, llevando la política exterior casi al desastre global. La
agenda Clinton sólo podría provocar percances a la seguridad nacional y a su
influencia global. Eso explica la distancia entre Hillary y los jefes militares
del Estado Mayor Conjunto.
Entonces el
“Estado profundo” juega doble: mientras pone al establishment a favor de
Hillary, la va desprestigiando paulatinamente para acorralar al establishment
en una línea ya planificada, que, con Trump o sin Trump, sería la nueva
política de contención frente a las potencias emergentes y de reposición de la
hegemonía global.
Con Hillary se
iba a profundizar la crisis de legitimidad institucional, el brazo formal del
“Estado profundo”, lo cual lleva a la fractura del sistema mismo. Con Trump
entra en crisis el sistema político, dejando al poder financiero operar al
margen de la política y la democracia. Instaurar un Estado de excepción es algo
muy probable en plena decadencia hegemónica. No en vano, el presidente Obama,
haciendo alusión a una supuesta catástrofe climática, promueve una disposición
ejecutiva para “prevenir el caos y la anarquía”. Si la apuesta del “Estado
profundo” pasa por prescindir del sistema político y reponer la ortodoxia
neoliberal, se provoca la guerra civil en ciernes y USA se encontraría al borde
de su “punto de quiebre”.
Si Trump es
consecuente, lo más probable es que acabe siendo fagocitado por el “Estado
profundo”, como señala Ron Paul. Assange señala que “Trump no tiene a nadie del
establishment”, es más, “tiene en contra a todo el establishment”. Pero Assange
no hace todavía la distinción entre el establishment y el “Estado profundo”. Si
bien en el equipo de asesores de Trump se encuentra, por ejemplo, el general
Michael T. Flynn, opositor a que, desde el propio gobierno en Washington, se
creara el ISIS (y por ello dimite como director de la DIA, Defense Intelligence
Agency), o Frank Gaffney, personaje histórico y denostado por haber denunciado
la presencia de miembros de la “Hermandad Musulmana” en el gobierno; también se
encuentran, por lo menos, una docena de personajes de las finanzas (componente
decisivo del establishment), aunque curiosamente nadie de Goldman Sachs ni de
Citigroup (por ejemplo, Tom Barrack de Colony Capital, Andy Beal de Beal Bank,
Stephen Calk de Federal Savings Bank, Steve Feinberg de Cerberus Capital
Management, David Malpass de Encima Global, Steven Mnuchin de Dune Capital,
etc.). El establishment mismo, decíamos, está lejos de ser un todo monolítico.
Las fuerzas inconexas que apoyan a Trump sólo podrían ser confluyentes, a la
hora de los contrapesos, si cuentan con un respaldo a un nivel más profundo.
Por lo pronto,
lo que parece haberse –por lo menos– pospuesto, es la apuesta belicista de los
halcones straussianos, atrincherados en la candidatura de Hillary, que habría
conducido al mundo al precipicio de una guerra nuclear. De ser así, el anuncio
del portal israelí Debka, anticipándose al resultado de la elección, preveía ya
una reconfiguración de los poderes: “Trump irá por una cumbre USA-Rusia para
diseñar un nuevo orden mundial del poder, con el fin de distribuir esferas de
influencia en diferentes regiones del mundo (y) puede hacer la cumbre
trilateral, invitando a China”. Si esto es así, significa el fin de la
globalización, la admisión de un orden tripolar y la generación de
macro-regiones de economías concentradas. Esto significaría una fractura del
poder financiero anglosajón. Y la política profunda estaría apostando por
descentralizar la hegemonía del dólar generando una red transversal financiera
a todas las economías y sus monedas: la salida brexit. Lo cual no acaba la
beligerancia sino la recicla como tensión indefinida, porque el control
financiero seguiría en disputa. En todo caso, USA ya no será más la misma. Sea
cual sea la apuesta del “Estado profundo”, en medio del fracaso del
neoliberalismo, la política y la democracia acaban de despedirse de la vida
pública norteamericana. El recambio dirigencial al nivel de la elite,
descubrirá al poder financiero desplazando del centro de las decisiones al
establishment político.
15 de noviembre
de 2016
Rafael Bautista S.
Autor de: “Del mito del desarrollo al horizonte del vivir bien”.
Dirige “el taller de la descolonización” en La Paz, Bolivia
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