Por Rafael Bautista S.
La
pregunta requiere de contexto. Porque, en primer lugar, no se trata de una
revolución a secas, sino de revolucionar el concepto mismo. Veamos. Una
revolución es entendida, desde la ortodoxia de izquierda (llamado “socialismo
del siglo XX”, aunque la crítica se dirige también al “socialismo del siglo
XXI”), como una transformación del presente de acuerdo a la imagen de un futuro
modélico. Esto quiere decir que estas categorías temporales son comprendidas de
acuerdo a una lógica lineal, de carácter evolucionista; que además es posible
por el optimismo ingenuo en un futuro canonizado por un devenir histórico de
carácter unívoco. El vector presente-futuro presenta al concepto revolución
como la mediación necesaria de la resolución misma de la historia, que hace del
pasado el sacrificio necesario en esta teleología encubierta, que le impone a
la historicidad un sentido único y fatal.
Esta visión racionalista canoniza una metafísica de la historia que se
impone definitivamente desde el siglo XIX; es decir, esta visión es el modo
cómo se auto-comprende una subjetividad específica –la moderna– que ve, en la
temporalidad humana, un proceso lineal de crecimiento exponencial. A esto le
denominamos el “mito del progreso infinito”. Sin este mito, es imposible una
“economía del crecimiento”, es decir, el capitalismo. Ahora bien, cuando la
izquierda habla de crisis del capitalismo, nunca hace referencia a este
detalle. Y esto sucede porque el socialismo se propone, también, una “economía
del crecimiento”. Es decir, capitalismo y socialismo parten de la misma
mitología que envuelve a la propia ciencia moderna.
El “progreso infinito” es un postulado contra-fáctico que le sirve a la
modernidad para generar una nueva religiosidad travestida de realismo racional;
lo cual legitima la creencia optimista en el futuro, como el nuevo cielo de la
sociedad moderna bajado al plano terrestre, pero transferido siempre hacia un
adelante nunca alcanzado. Por eso la sociedad moderna se concibe como la
sociedad del futuro: “la vida es eso que pasa mientras hacemos planes” a
futuro, decía John Lennon.
Esta creencia naturalizada en la subjetividad moderna tiene historia y se
impone definitivamente, como dijimos, desde el siglo XIX. Son los propios
románticos de mediados del siglo XVIII, quienes atestiguan ser “los inventores
de la antigüedad”. El propio romanticismo, en su versión no conservadora, es
escéptica del futuro moderno. Hasta ese siglo no se tenía, ni siquiera en
Europa, una visión tan devaluada del pasado y un optimismo tan cándido por el
futuro. Estas son categorías de interpretación de la temporalidad humana que
contienen ya una concepción lineal de la historia. La propia periodización
histórica (prehistoria-esclavismo-feudalismo-capitalismo-socialismo) que
creemos natural y que es credo de la ciencia histórica, es algo que se lo
debemos a Hegel, cuando remata su filosofía de la historia con esta metafísica teleológica
que pone a la modernidad como la culminación de un devenir necesario e
inevitable.
Desde entonces, lo que no es Europa, queda relegado al
pasado, inferiorizado además por la imagen de un futuro sin contradicciones, es
decir, “perfecto”. Por eso se trata de una teleología metafísica, pues se cree
que todo pasado es inferior y lo superior es patrimonio exclusivo del futuro;
pero ese futuro no es cualquier futuro sino el futuro diseñado por el “progreso
infinito”, y el pasado es todo aquello que no es la Europa moderna. Por eso el
ser, lo que es, es decir, lo posible, es el futuro moderno, y el no-ser, lo que
no es, es decir, lo que no es posible ni deseable, son los otros horizontes
civilizatorios de la humanidad conquistada restante, condenados a un pasado sin
porvenir alguno.
El futuro le pertenece exclusivamente a lo que es capaz de proyectar la
modernidad. La historia se hizo unidireccionalmente lineal-evolutiva y la
modernización de todas las relaciones humanas se revestía, ahora sí, como
re-evolucionaria. Desde entonces (hace apenas 2 siglos) se entiende que toda
revolución no puede dejar de impulsar el tren de la historia hacia adelante,
pero ese adelante no es cualquier adelante sino el futuro que proyecta la
propia mitología de la modernidad: el “progreso infinito”.
El “desarrollo”, como sustantivo de toda acción política “revolucionaria”,
ahora se puede imponer como el marco de interpretación del horizonte de
expectativas de toda revolución. Por eso hasta la izquierda se autodenomina
“progresista”. Los credos modernos, como religiosidad secularizada, los asume
la izquierda que, sin saberlo, son parte constitutiva del modo cómo la
modernidad desarrolla la economía que ha creado: el capitalismo.
El capitalismo es imposible sin “progreso” y “desarrollo”. La propia
revolución industrial configura una economía que hace del proceso de
acumulación de capital un proceso de crecimiento exponencial al infinito. El
problema radica en que ese crecimiento, de carácter siempre infinito, pretende
sostenerse en una base real que es no es infinita sino finita. La crisis
climática (mal llamada “cambio climático”) da testimonio de aquello: una
economía del crecimiento es incompatible con un planeta físicamente limitado
(el agotamiento de los recursos es la evidencia de aquello). El trabajo humano
y la naturaleza no pueden sostener indefinidamente las expectativas crecientes
de una producción de riqueza exponencial. Eso es lo que describe Marx cuando
muestra la lógica suicida del capital.
Entonces, ¿por qué las revoluciones socialistas fracasan en el siglo XX? y,
¿por qué son siempre periodos de capitalismo renovado los que los suceden? Para
colmo, ¿por qué los “revolucionarios” pueden cambiar fácilmente de bando? A
esto debe responderse con una crítica al sistema de categorías que sustenta al
horizonte de expectativas de la propia subjetividad “moderno-revolucionaria”.
Cuando, por ejemplo, esta subjetividad se expresa como “progresista”,
devela sin saberlo una religiosidad que le constituye en subjetividad moderna,
o sea, burguesa. Creer en el “progreso” es creer en el cielo secularizado del
mundo moderno; esto le hace descreer, o sea, negar y anular toda otra
posibilidad que no sea la que impone la cosmogonía moderna expresada
secularizadamente como ontología del tiempo histórico.
Jürgen Habermas señalaba curiosamente –hace poco– que, uno de los problemas
que atraviesa la cultura moderna es su excesiva secularización (en ese sentido
es que algunos autores se plantean una necesaria situación “post-secular” para
entender el mundo de hoy). No en vano se pone de moda Walter Benjamin, porque
es precisamente él quien señala que el capitalismo es una religión. Esto señala
que la modernidad no es un mundo racional post-mítico, sino que es tan mítico
como cualquier otro estadio civilizatorio. Y esto sucede porque el mito es
condición humana.
Porque la razón es finita y no puede conocerlo todo, precisamos de mitos
para descubrir el sentido de la existencia humana. Pero los mitos no son
indiferentes a los proyectos históricos que se propone la humanidad sino que,
como fuente histórica, pueden ser, tanto de liberación como de dominación. En
ese sentido es que afirmamos que la modernidad origina mitos de dominación; pero
al presentarse, a sí misma –por mediación de la ciencia y filosofía modernas–,
como la superación del mito, lo que hace es imponer esos mitos como lo único
real y más racional.
Para que sus mitos aparezcan como lo único verdadero, racional, justo y bueno
para la humanidad, condena todas las otras creencias, espiritualidades, y sus
mitos respectivos, al pasado (sin vigencia alguna y, en consecuencia, sin lugar
en el devenir histórico); por ello, cuando subjetivamos, es decir,
interiorizamos y encarnamos los mitos modernos, lo único posible, factible,
deseable, que se nos aparece, es el “progreso” que impone la religiosidad del
futuro moderno.
En la cosmogonía moderna el tiempo histórico es lanzado al futuro que
consagra el “progreso infinito”. Ese es el tren de la historia y Walter
Benjamin se encarga en denunciarlo como la catástrofe misma, por eso dice que
una revolución ya no debiera considerarse como el acelerador del tren de la
historia sino como un freno que haga posible otra direccionalidad histórica.
Los marxistas no le entendieron, ni siquiera los de la famosa Escuela de
Frankfurt; pero lo que hizo fue una lúcida recepción de la teoría del
fetichismo de Marx.
Esta teoría es donde despliega Marx el método dialectico en toda su
radicalidad. Porque si la dialéctica piensa las contradicciones radicales,
éstas sólo pueden ser expuestas cuando se describe el contenido último del
modelo ideal –es decir, de los mitos– que sostiene una forma de vida (que se
objetiva como sistema de la producción). Lo que hace la descripción del modelo
ideal es exponer los mitos que fundan y hacen posible esa forma de vida (como
auténtica producción de muerte en el capitalismo moderno); es decir, lo que
haría la teoría del fetichismo es desmontar históricamente el cómo se han
naturalizado esos mitos en la propia subjetividad de los individuos.
Porque la objetividad moderno-capitalista, como realidad producida, precisa
de impulsores y estos sólo podrían impulsarla si han subjetivado esa
objetividad como una suerte de naturalización en su propio sistema de
creencias, incluso “revolucionarias”. Esto significa que una crítica al
capitalismo es inútil si la crítica no es dirigida al horizonte mítico que hace
posible al propio capitalismo. El método dialéctico entonces nos debiera conducir
a un necesario más allá de ese horizonte, como el locus de exterioridad desde
el cual se nos pueda manifestar la contradicción esencial en toda su
envergadura: capital versus vida.
Esto significa trascender categorial y existencialmente el paradigma de
vida que sustenta a la economía que, aun en crisis terminal, puede reponerse
gracias a la correspondencia que halla en las propias expectativas de los
individuos, constituidos –por esta naturalización– en subjetividad moderna, o
sea, burguesa. Por eso los deseos no bastan, cuando lo único posible de
imaginar, incluso para el “revolucionario”, es el mismo mundo que tanto
critica. Esto es lo que señalan los sabios cuando dicen que: “es fácil salir
del mundo, lo difícil es que el mundo salga de uno mismo”. Y el mundo no sale
de uno porque el modo cómo ese mundo se naturaliza en nuestra subjetividad no
es precisamente racional sino mítico-simbólico. Los individuos se hallan
desarmados e indefensos ante aquello, porque esta dimensión de la existencia ha
sido anulada por la propia ciencia moderna al despachar la teología de las
universidades.
Una vez que la modernidad impone su propia religiosidad de modo
secularizado, es decir, en lenguaje científico, entonces puede denunciar toda
creencia como locura, menos la suya. Por eso la subjetividad moderna, o sea,
burguesa, es atea. Cuando seculariza sus mitos, que actúan como literales
dioses sustitutivos, cree que ya no precisa de ninguna religión; el método
demostrativo-experimental se convierte en su nuevo credo y la ciencia le brinda
una nueva fe: la tecnología nos convierte en Dios. La izquierda latinoamericana
ha subjetivado muy bien esta religiosidad moderna y, por eso, ella misma se
ofrece como continuadora fiel de la Conquista, es decir, se hace continuadora fiel
de la “extirpación de idolatrías”.
El “izquierdista revolucionario”, “marxista”, “comunista”, “trotskista”,
etc., no cree en ningún Dios, menos en la PachaMama, porque si el indio –desde
la mitología moderna– es inferior, sus dioses también lo son. No cree en nada
pero cree religiosamente en los ídolos terrestres que imponen la modernidad y
el capitalismo. El capitalismo es una religión porque produce dioses
sustitutivos que toman el lugar de toda referencia trascendental que conduce y
decide la vida y la muerte a espaldas de los actores. En política eso se hace
evidente y conduce a la perversión de la misma política.
René Zavaleta decía que, cuando se pierde la cosa sagrada de la política,
ésta se reduce al puro cálculo político. Porque cuando el político ya no cree
en nada, el único objeto de su devoción es el poder. Sus referencias
trascendentales se hacen tan mundanas que aquello le conduce, inevitablemente,
a la inmoralidad de sus actos. La corrupción de la política no empieza con la
pérdida de legitimidad sino con la pérdida de horizonte utópico. Esto es “lo
sagrado de la política”. Cuando Hegel hablaba de reforma y revolución, no se
refería a lo que, desde Rosa Luxemburgo, se entiende por reformismo. Por
reforma se refería a la reforma protestante.
Con Ernst Bloch sabemos que todo acto político verdaderamente
revolucionario es portador de un espíritu utópico. Por eso, no hay revolución
sin una gran narrativa mítica que constituye al pueblo en sujeto histórico.
Esto era la reforma protestante para la revolución burguesa. Una vez que la
burguesía produce su propia objetividad, en cuanto mundo moderno-capitalista,
por mediación de la ciencia y la filosofía, le priva al pueblo de toda otra
referencia trascendental, para subsumirlo en la utopía burguesa como lo único
posible y deseable. Esa fue la dinámica emplazada en el Nuevo Mundo para acabar
con el Taki Unkuy; el laboratorio de aquello es Europa, cuando se liquida a los
movimientos mesiánico-milenaristas de los campesinos europeos (por ejemplo, el
liderado por el predicador alemán Thomas Müntzer).
Si la constitución política de un pueblo es histórica, esta constitución
sólo puede ser entendida como reconstitución, es decir, como constitución de
una nueva subjetividad. Sólo una nueva subjetividad podría ser la creadora de
una nueva objetividad. Por eso no nos cansamos en subrayar: no se es pueblo por
adscripción automática sino por apuesta histórica. Ser pueblo es un desafío que
nace producto de una decisión libre y soberana; entonces puede aparecer, más
precisamente, un pueblo en tanto que pueblo, es decir, un sujeto histórico.
Pero esta descripción es todavía formal si no aparece un añadido: lo histórico
nos remite al origen, no al futuro.
El pasado no es algo pasado sino el lugar donde el presente demanda su
petición de sentido. La colonialidad subjetivada de los “revolucionarios” ha
hecho olvidar que el pasado es también campo de posibilidades no cumplidas, es
decir, horizonte de también futuros posibles y nunca pensados. Por eso lo
por-venir no es un atributo exclusivo del adelante en cuanto futuro único.
Sólo de ese modo tiene sentido descolonizar el concepto de revolución, es
más, una revolución del concepto sólo podría ser comprendida a partir de una
descolonización de la propia temporalidad histórica, porque las revoluciones se
producen en el tiempo, pero no en cualquier tiempo. Por ello se habla ahora, en
lo mejor de la filosofía política, del concepto de “tiempo mesiánico”, donde
acontece un otro tiempo irreductible al devenir lineal del tiempo mundano. Por
eso una revolución sería un acontecimiento extra-ordinario, y en ello
encontraríamos su carácter hasta sagrado, es decir, apartado del tiempo
profano. Porque en el tiempo mesiánico confluirían todos los tiempos, de tal
modo que, hasta el origen y el fin comparecerían en una experiencia que, sólo
de ese modo, podría llamarse revolucionaria, es decir, transformadora y, sobre
todo, trascendental.
Todos los tiempos confluyen quiere decir que el presente ha dejado de ser
lo simple deducido de un devenir lineal y se constituye en la irrupción misma de
la historia hecha acontecimiento. En ese sentido es que el tiempo mesiánico es
apocalíptico porque marca el fin y el origen de un nuevo tiempo y ese nuevo
tiempo sólo puede ser vivenciado de modo místico. Es decir, si detrás de toda
gran revolución hay una gran narrativa mítica, la relación con ésta se da, en
su grado más excelso, de modo místico. Esto es lo que hace que el pueblo se
constituya en portador del espíritu de un nuevo tiempo.
Entonces, de lo que se trata es de explicitar las narrativas contenidas en
el proceso de constitución de un pueblo en tanto que pueblo, porque en esas
narrativas se describe aquello en lo que cree y hace a un pueblo ser pueblo.
Por eso la constitución histórica de un pueblo es un proceso de reconstitución
mítico-simbólica y es el desde donde un pueblo se reconstituye en cuanto
comunidad, es decir, como lo que es antes de su subsunción en consciencia
periférica, o sea, satelital, o sea, colonial; en ese sentido se podría decir
que, no se es pueblo en tanto no se es potencia trascendente de su
determinación sistémica. Por eso no puede acudir a los meta-relatos
hegemónicos, porque ellos son la fuente de la dominación de la cual es objeto.
Recuperar su pasado es el movimiento diacrónico de su propia recuperación como
sujeto. Cuando el capitalismo produce miserables para auto-producirse a sí
mismo, la miseria que produce es, en última instancia, cultural y espiritual;
sólo de ese modo, privado de dignidad, el ser humano puede ser ofrecido como el
sacrificio perfecto para el dios capital en el altar del mercado global.
Por eso la deshumanización que produce es esencial para afirmar el sistema
de la producción de la muerte de una economía de carácter exponencial. Esta
economía es imposible sin una devaluación absoluta de ser humano y naturaleza;
las dos únicas fuentes de riqueza tienen que ser despojadas de toda referencia
trascendental para ponerlas al servicio, como simples mediaciones, de la lógica
de acumulación insensata de riqueza material.
Esto significa, en el ser humano, anular su espíritu utópico, es decir, su
potencia creadora, o sea, su constitución en cuanto sujeto. Entonces, una
revolución de la revolución significaría, ya no arrojarnos resignadamente al
futuro moderno (que ya no es nada halagüeño) como fatalidad histórica, sino de
proponernos un giro existencial y convocar otros horizontes no logrados como
respuesta al laberinto en el que nos ha encerrado la propia modernidad.
Por eso ya no se trata de una revolución a secas sino de lo que, por
ejemplo en Bolivia, habíamos deseado como “revolución democrático-cultural”.
Porque se trata de impulsar lo que, de más democrático, posee una revolución, y
esto consiste en el proceso mismo de constitución de un pueblo en tanto que
pueblo. Un pueblo se hace pueblo en la medida en que es portador de una gran
narrativa que es capaz de constituir un nuevo sentido común (eso era el “suma
qamaña” o “vivir bien”). En esa medida es que un pueblo es capaz de transformar
su propio horizonte de creencias y producir, desde sí, su propia liberación;
entonces es cuando activa su máximo de disponibilidad común y se hace poder, es
decir, sede soberana de todo poder político, el poder como facultad no como
propiedad. Ese producir desde sí es lo que de cultural posee lo revolucionario
de su proceder, porque acudir a sí mismo es despertar desde su propia historia
como en quien se redime toda la historia.
Por ello hay que trascender los 500 años de dominación moderna y convocar
lo milenario-originario ausente en la proyección utópica de una revolución
global del siglo XXI. Una revolución, si es tal, en el presente siglo, sólo
podría serlo si se asume como “restauradora” de lo sagrado de la vida; es más,
sólo podría superar su provinciana versión eurocéntrica si incluso,
paradójicamente, se postula como “conservadora”. ¿Qué es lo que hay que
conservar?, es una pregunta necesaria ante cierto anarquismo que pretende
empezar todo de nuevo, otra vez, como anulación absoluta de todo pasado.
Ante la tan denunciada pérdida de valores humanos, se hace evidente que el
camino adoptado por el progreso moderno no nos lleva a nada bueno. Ponerle
freno al tren de la historia sería devolverle sensatez al devenir histórico.
Por eso el indio se constituía como “reserva moral de la humanidad”, no como la
idílica imagen del “bon savage”, sino como el portador de un otro destino
distinto al fatalismo historicista del mundo moderno. Sólo de ese modo tendría
sentido un futuro, ya no como la ideológica superación nihilista del pasado,
sino como la reconciliación histórica de todos los tiempos en un porvenir que
sea común: un mundo en el que quepan todos.
La Paz, Bolivia, 14 de septiembre del 2018
Rafael Bautista S.
autor de: “Del mito del desarrollo al horizonte del vivir bien.
Rafael Bautista S.
autor de: “Del mito del desarrollo al horizonte del vivir bien.
¿Por qué fracasa el socialismo en el largo
siglo XX?”
yo soy si Tú eres ediciones.
Dirige “el taller de la descolonización”
rafaelcorso@yahoo.com
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