Por
Rafael Bautista S.
Toda reconfiguración en el tablero
geopolítico global obliga a una re-conceptualización de los términos de
integración en la nueva fisonomía planetaria que diseña un nuevo orden mundial.
Integrarse no quiere decir capitular sino tasar en qué medida se asegura
soberanía, administrando del mejor modo posible los grados de dependencia que
se hereda y se adquiere en una distribución mundial de funciones. Un nuevo
orden mundial impone nuevos equilibrios, los cuales evidencian un reemplazo de
poderes y, concomitantemente, una nueva distribución de las áreas
geoestratégicas, que hoy en día tiene que ver –de modo más apremiante– con el
acceso, explotación y distribución de los recursos energéticos.
En ese sentido, para entender un nuevo
contexto, se requiere de un nuevo marco de interpretación geopolítica que pueda
proporcionarnos una perspectiva estratégica en la nueva disposición del tablero
global. En ese contexto es que precisamos afinar conceptualmente lo que
todavía, de modo retórico, aparece como “diplomacia de los pueblos”. La nueva
objetividad que han constituido los procesos populares (no tanto los gobiernos)
nos encomiendan la tarea de pensar y tasar las posibilidades de irradiación del
poder estratégico que emerge de una nueva cosmovisión alternativa al paradigma
hegemónico (aunque ya en plena decadencia) de la visión anglosajona de las
relaciones internacionales.
En ese sentido también debemos
reconstituir el concepto de geopolítica; consecuentes con una descolonización
en el ámbito de la producción de conocimiento, conviene aclarar cómo esto
acontece en la geopolítica. Por lo general se entiende a esta dimensión, la
geopolítica (infrecuente en las ciencias sociales), como la lectura política
del espacio geográfico. Pero las generalidades ayudan poco; pues con
definiciones laxas no se puede impulsar, de modo clarificado, apuestas
políticas concretas. En el caso de la geopolítica esto es inexcusable, pues es
cuestión de vida o muerte; porque se trata siempre de sobrevivir, de modo
estratégico, en un nuevo diseño global. Entones establezcamos, de modo
sugerente, una aproximación más explícita al contenido del concepto que
requerimos, de modo urgente, en esta transición civilizatoria.
Con la decadencia de Europa y USA y, con
ellos, con el desplome paulatino y sistemático del paradigma de vida
moderno-occidental, conviene proponer-nos alternativas, que empiezan
teóricamente en el campo epistemológico y concluyen prácticamente en el ámbito
político. Cuando se critica al socialismo del siglo veinte, curiosamente, no se
explicita algo que concierne de sobremanera a la reflexión geopolítica: no se
puede ofrecer un diagnóstico real del mundo que vivimos con categorías
provenientes del siglo pasado (que responden a un orden ya fenecido), más aún
si estas categorías corresponden a la cosmovisión imperial (donde los países
pobres desaparecen de toda consideración).
El por qué la geopolítica es un asunto de
suma importancia para el centro del mundo, pero no así para la periferia,
muestra el grado de capitulación hasta epistémica que protagonizan las elites
(políticas e intelectuales) de nuestros países. Porque básicamente en la
dimensión geopolítica es donde se evidencia la clasificación antropológica que
presupone la dicotomía centro-periferia, como la formalización cientificista
del racismo metafísico moderno, sintetizado en la primera dicotomía moderna:
civilizado-bárbaro, o sea, superior-inferior.
Esa dicotomía es lo que hace posible el
sistema-mundo moderno. Sin esa dicotomía, de carácter desigual, no tiene
sentido la administración jerárquica, racializada y estructuralmente injusta de
la centralidad europeo-norteamericana por sobre el resto del mundo. Pero ahora
nos enfrentamos al desplome de ese orden, impuesto por esa centralidad. El
desplome se inicia el 2001, cuando el mundo unipolar proclama la “guerra contra
el terrorismo”, inaugurando el reino de la propaganda mediática o mediocracia,
como parte sustancial de las guerras de cuarta generación (conocida en la
actualidad como “el mundo de la post-verdad”) que profetizaba un supuesto
“choque de civilizaciones”, no siendo otra cosa que una guerra declarada de la
globalización contra la humanidad y el planeta.
Los incautos todavía hablan y se empeñan
en formar parte de algo que ya no existe. La globalización feneció el 2008 y
las plataformas políticas de Trump, Marie Le Pen y Theresa May, por ejemplo,
así lo confiesan. Los líderes conservadores de USA, Francia e Inglaterra, muy a
su pesar, declaran que sus propias economías son la prueba fehaciente que el
neoliberalismo fue un proyecto globalizador que tenía un único destinatario: el
capital financiero transnacional (que necesita la subordinación de los Estados
para hacer posible su reinado). Lo que la globalización neoliberal hizo al
resto del mundo, se volvió contra ellos; por eso ahora sus estrategas –entre
ellos el propio Henry Kissinger– diagnostican un posible retorno a la situación
que imponía el famoso tratado de Westfalia, de 1648, donde se proponía un
equilibrio entre potencias, una vez desmantelado el Imperio español. Eso
significa una recuperación del concepto de soberanía y un equilibrio pactado de
poderes; porque lo apremiante en la situación actual es que un conflicto entre
regiones puede ser más letal que una lucha entre naciones. Lo que no se atreven
a decir es que la cosmogonía geopolítica del primer mundo ya no goza de
legitimidad mundial y que la propia sobrevivencia de sus Estados depende, muy a
su pesar, de la ya iniciada des-globalización.
Esto remata con lo siguiente: lo que no
atina a entender el fenecido G-7, es que su propia racionalidad económica es lo
que ahora socava sus propias economías. Era de esperarse, por la lógica propia
del capital, expuesta en la doctrina desarrollista que impulsaron en todo el
siglo XX: el capital muere si no crece infinitamente, pero crece a expensas de
todo el ámbito finito en el cual se desarrolla (como el cáncer, vive
succionando vida ajena y, cuando muere, es porque acaba con todo el entorno que
hace posible su existencia). El problema actual es precisamente ese: cuanto más
se insiste en salvar al capital financiero, los Estados hipotecan todo lo que
tienen y, en consecuencia, se intensifica la muerte de la humanidad y el
planeta.
Por eso la Unión Europea, por ejemplo, se
encierra en una suerte de sobrevivencia resignada, sin capacidad estratégica de
sus Estados, porque ya es indiscutible que la “sociedad del progreso infinito”,
bandera de la modernidad que ahora la proclama el poder financiero, no es
posible para todo el mundo, incluida Europa (sólo para el 1% rico del planeta
que ahora sacrifica a sus propios países en su afán de concentrar más riqueza,
es decir, intensificar un desarrollo que beneficia sólo al ciclo
acumulativo-concéntrico del capital financiero).
Los recursos no son infinitos y, por lo
tanto, no es sostenible (ya a mediano plazo) el ritmo de la economía mundial.
El 1972, con el “Informe del Club de Roma: Límites del Crecimiento”, ya se
tenía conciencia de aquello; pero el despojo acostumbrado que hacen los países
ricos al tercer mundo, era la base de confianza que hacia estable el desarrollo
del primer mundo. Pero eso tiene un límite y eso es precisamente lo que se
desata con la crisis climática: un crecimiento ilimitado o un desarrollo
infinito es insostenible para la condición finita de los recursos. Ser
consciente de esto supone concebir otra racionalidad económica, cosa que no
pueden hacer los beneficiados del despojo sistemático del capital a la
humanidad y la naturaleza.
En este panorama, nada halagüeño, es que
se desata la crisis financiera y la actual guerra fría de divisas (todo se
trata de sobrevivir, lo que parecía lo más seguro es ahora lo más inseguro,
como el dólar); acolchonadas por el poder disuasivo del poder nuclear de las
potencias beligerantes en esta nueva reconfiguración geopolítica global (la
desgracia de la administración Obama –que fue, en muchos casos, más trumpista
que el propio Trump– fue lanzar a Rusia a los brazos de China; pues las
sanciones económicas promovidas por USA y acatadas por Europa, ocasionaron un
pacto estratégico entre estas nuevas potencias emergentes: mientras China le
brinda a la economía rusa el colchón financiero del yuan, Rusia le brinda
energía y cobertura nuclear a la economía china).
Una vez fenecido el mundo unipolar y la
implosión de la cosmovisión anglosajona del mundo (no sabiendo leer de modo
adecuado la emergencia de países catalogados como “inferiores” por la miopía
prejuiciosa del occidente moderno), los trastornos en el tablero de las áreas
de influencia estratégica, están configurando la nueva geometría de un mundo
tripolar. Que ya no es más occidental sino “post-occidental” (y eso lo dice
hasta el canciller ruso Serguei Lavrov, en la última “Conferencia de Seguridad
de Munich”, en febrero de este año).
Lo que debiera haber sido una
reconfiguración multipolar más equilibrada, acaba circunstancialmente en la
repartición inevitable de las más conflictivas áreas de influencia estratégica
entre Rusia, China y USA. Europa deja de ser actor estratégico y deberá optar
por arrimarse al más fuerte (China), como hace Gran Bretaña con el brexit
(aunque, como es costumbre en la pérfida Albión, jugar siempre a dos bandos
parece ser lo más rentable, pues la city no deja de coquetear con el dólar).
Este contexto abre la posibilidad, no siempre presente, de una apuesta soberana
en medio de un recambio en el equilibrio de los poderes globales.
Lo que debiera haber constituido ya no la
implantación de un mundo multipolar sino la promoción estratégica del concepto
de “cero-polaridad” (cuando el ALBA, la CELAC y la UNASUR estaban en su mejor
momento, en tiempos del presidente Hugo Chávez), ahora nos encuentra en un
momento de definiciones estratégicas que, de no ser realizadas, corremos el
riesgo de quedar, otra vez, anulados en este nuevo tablero geopolítico global.
La “cero-polaridad” quería indicar la posibilidad de que ninguna potencia pueda
decidir, de modo unilateral, la suerte de un país chico (lo cual suponía la
integración mediante bloques regionales de carácter horizontal). El
reequilibrio de esta nueva disposición podía generar las condiciones para
desmantelar la geografía política imperial impuesta por occidente, es decir, el
fin de la disposición centro-periferia.
Sólo en esas condiciones sería posible un
proceso de integración de la economía mundial en condiciones mínimas de
igualdad. Pero ello no es sólo resultado de un nuevo diseño cartográfico sino
la consecuencia lógica de un sistemático descentramiento epistémico que debiera
producir la periferia en sí misma: mi posición en el mundo depende siempre de
la narrativa que adopto. La narrativa imperial, es decir, la cosmogonía
anglosajona, es el contenido del diseño global que le sirve a Europa primero,
luego a USA, para hacer del mundo su periferia eterna.
Si la visión que tiene de sí la periferia
se inscribe dentro de los marcos interpretativos que impone la narrativa
imperial, entonces podemos hablar de lo que se conoce como “colonialidad del
poder”; con el siguiente aditamento: la cesión de poder que hace la periferia
es una transferencia de soberanía que valoriza de modo exponencial la
centralidad del centro. Esta dialéctica sostiene al desarrollo, por eso los
índices de crecimiento no son nunca figuras autónomas sino supeditadas a las
prerrogativas y necesidades del capital global. En ese contexto, toda apuesta
desarrollista de la periferia, no hace más que transferir valor exponencial al
centro, ofreciéndose siempre como base material de un sistema económico mundial
concéntrico, que necesita producir desigualdades crecientes para afirmar la
lógica acumulativa del capital global (que no es la suma de los capitales
nacionales sino el despojo sistemático de estos por el centro).
Esta revisión histórico-epocal es la que
da pie a las consideraciones metodológicas de la reconstitución del concepto de
geopolítica. No es lo mismo una geopolítica imperial que una geopolítica de los
pueblos empobrecidos del sur global. En este sentido, una re-conceptualización
de la geopolítica tiene que ver con la descolonización del concepto. Siendo
siempre el contenido del concepto la historia contenida, lo que el concepto
hace inteligible es lo potencial que adquiere un proyecto histórico
determinado; de ese modo, el concepto comprime y sintetiza una forma de vida en
tanto proyecto de vida. En tal caso, se puede afirmar que, el esclarecimiento
del proyecto de vida (siempre político) que encarna un pueblo determinado, es
lo que establece los criterios de interpretación que le permite determinar su
lugar en el mundo. Este grado de autoconsciencia es lo que hace de un pueblo
sujeto histórico.
La visión imperial impone su geopolítica
por “legitimación vertical”, es decir por dominación. Eso es, por ejemplo, la
“doctrina Monroe”, que se hace hegemónico recién desde 1870, por impulso de las
elites gringas (una vez acabada la guerra de secesión). Nace en 1823 como
reacción al ideal integracionista bolivariano de la Gran Colombia, es decir, es
beligerante de principio y busca deshacer toda posible independencia de los
nuevos países sudamericanos. Una geopolítica pensada desde los pueblos no puede
proceder por “legitimación vertical”, pues esto minaría su base democrática.
Sólo puede establecerse un proyecto popular por “legitimación horizontal”; esto
quiere decir que, una política de Estado, como consecuencia de una doctrina
estatal, es sólo real (o sea, posee un alto grado de legitimación), si tiene
como fuente de irradiación un horizonte popular, y esto como constitutivo de
una ideología nacional (que hace de lo propio contenido político). Ni la
derecha ni la izquierda parten de esto, por eso actúan más como agenciadores de
visiones universalistas (en el fondo euro-gringo-céntricas) que no hacen más
que preservar la condición periférica de nuestros países.
Entonces, pensar una geopolítica en la
transición civilizatoria actual y la emergencia de los pueblos del sur global,
implica descentrar la visión anglosajona y su cosmogonía moderno-occidental.
Que el primer mundo haya dejado de ser centro significa su desplazamiento
dirigencial a nivel mundial, esto conlleva al desmantelamiento de todo el
sistema institucional global creado post segunda guerra mundial para asegurar
el orden impuesto por el dólar y su cosmovisión, y esto arrastra,
inevitablemente, la decadencia cultural y civilizatoria del mundo moderno. En
tales circunstancias, frente a la orfandad utópica en que ha devenido el primer
mundo, la periferia se halla ante la posibilidad de proponerse un
desacoplamiento de su condición periférica, lo cual pasa por interpretarse de
otro modo, es decir, de proponerse una nueva narrativa histórico-global que le
permita recuperar su lugar en la historia y decidir soberanamente un lugar en
la nueva fisonomía del nuevo orden mundial.
Una geopolítica descolonizada entonces puede
ser pensada como la reflexión estratégica que tematiza las posibilidades de
acción, despliegue, influencia e irradiación del poder popular. Es una
reflexión estratégica porque el poder es estratégico; no se agota hacia adentro
sino que se expande siempre; resignificando y enriqueciendo la potencia popular
impulsora que contiene. La administración de éste su carácter expansivo es lo
que determina el acento estratégico de ese tipo de reflexión. El concepto de
poder popular quiere destacar la recuperación de la fuente soberana del poder,
el pueblo, es decir, recuperar el poder no como propiedad, sino como facultad
de un pueblo que se constituye en sujeto histórico.
Lo que piensa la geopolítica dominante es
la administración del poder en cuanto dominación, es decir, como propiedad
privativa de una expansión instrumental, por eso, en esos términos, la
geopolítica es estratégico-instrumental. Frente a ello oponemos el carácter
estratégico-crítico de una reflexión geopolítica desde los pueblos.
A estas alturas, ya no se puede proponer
emancipaciones de carácter local o particular. Los imperios nunca pensaron
localmente, pero sí imponen a los vencidos una visión particularista, porque el
vencedor impone su orden, y en él, los vencidos son arrinconados y divididos en
una suerte fragmentarizada. Las grandes potencias pueden pelear sus cuotas de
poder de modo unilateral, pero los países chicos no. Estos requieren una visión
conjunta en el largo plazo, que haga de su diversidad potencia estratégica.
Desde esa necesidad es que la “diplomacia de los pueblos” se nos presenta como
el núcleo organizador de un nuevo horizonte en el ámbito de las relaciones
internacionales y, en consecuencia, de una nueva geopolítica.
El carácter irradiador del poder
estratégico de los pueblos es lo que puede constituirse en el componente máximo
potencial de una nueva apuesta integracionista, que pasa por el desmontaje
conceptual de las categorías coloniales de, por ejemplo, Latinoamérica. Siendo
producto de la influencia francesa, las emancipaciones criollas y mestizas (que
acaban con los procesos de independencia) son quienes abrazan este horizonte
“latino”; pero éste encubre y desconoce lo que hizo posible a ellas mismas: las
re-vueltas indígenas. Sólo desde este componente es posible recuperar una
visión de conjunto, pues de lo contrario, seguimos en una suerte de
encubrimiento de una parte esencial de nuestra propia identidad.
La “diplomacia de los pueblos” quiere
recuperar el carácter estratégico-irradiador de la resistencia indígena, actualizando,
en este cambio de época, lo que podría constituirse en una alternativa
civilizatoria ante la orfandad utópica en que se halla el mundo entero. La
“diplomacia de los pueblos” trasciende la propia legitimidad de nuestros
Estados, mostrando su carácter aparente, porque su sostén no proviene de una
“legitimidad horizontal”, por ello mismo su poder es colonial, porque sólo se
asume como la administración eficiente de sus recursos para el beneficio del
capital y el mercado mundial. Se trata de una perspectiva desde abajo, desde
los verdaderos productores, que en el concurso estatal no hallan posibilidades
de potenciar la forma de vida que presuponen y que está íntimamente ligada al
circuito de producción y consumo tradicional, que hoy en día se manifiesta como
una de las condiciones para enfrentar la crisis climática.
Desde esta perspectiva, se presentan
nuevas posibilidades de integración que podrían restaurar una realidad
fragmentada como la latinoamericana. Hay que recordar que Latinoamérica aparece
como categoría geopolítica no sólo como una diferenciación de la esfera
anglosajona triunfante del norte (en la guerra contra España) sino de la
señalización subalternizada que adoptan nuestras elites, una vez que la Europa
del norte ha despachado a España fuera de la “civilización” (con de Pauw, “en
los Pirineos empieza el África”, o sea la barbarie).
Recuperar nuestro lugar en el mundo no
pasa por la adaptación resignada a las condiciones impuestas por el centro,
pues si lo que impone es su orden, es decir, su cosmovisión, lo que impone, en
definitiva, es una inversión: toda relación es de dependencia, el centro
depende de los recursos energéticos de la periferia, así como la periferia
depende de los recursos financieros del centro; pero la visión del centro que
adopta la periferia hace que la dependencia del centro se haga independencia y
la dependencia de la periferia sometimiento; es decir, tanto la independencia
como la dependencia son, en última instancia, subjetivas, porque es el tipo de
relación que adopto subjetivamente, lo que define mi condición. Por eso, si la
periferia persiste en mirarse desde los ojos del centro, está condenada a ser
siempre periferia.
Una geopolítica de la “diplomacia de los
pueblos” reflexiona estratégicamente sobre las posibilidades de integración en
términos ya no mercantiles o exclusivamente comerciales, sino económicos,
culturales, históricos y hasta espirituales, teniendo como base integracionista
las lógicas de complementariedad y reciprocidad. La confluencia de experiencias
histórico-culturales supone también la restauración de sistemas de vida en
franco proceso de descomposición comunitaria. Por ello también sostenemos que
la respuesta más racional a la crisis climática, ocasionada por la civilización
petrolera y el sistema económico del capital, es la restauración del equilibrio
sistémico de la PachaMama, como condición para restablecer su capacidad
reproductiva; esto significa la reposición del circuito simbiótico que
establecen ser humano y naturaleza, o sea, su reconsideración en cuanto sujeto,
es decir, Madre, cuyos derechos no pueden ser violentados por una producción
que vulnere su equilibrio propio.
La institucionalidad global y regional
imperante moderno-liberal (pertinente a la disposición centro-periferia), a la
cual responden y se deben nuestros Estados, no sirve para promover estas
iniciativas; por eso los circuitos diplomáticos alternativos deben fluir por
otros medios (que no son tomados en cuenta por los Estados); los cuales son los
que podría aprovechar una “diplomacia de los pueblos”. El dialogo horizontal
que presupone esta diplomacia se presenta ya, de hecho, en los corredores
geográficos de inter-relación cultural que trasciende fronteras, mediante
micro-circuitos de intercambio recíproco (aunque cada vez mínimos, todavía
presentes). Se trata de potenciar esos corredores para hacerlos
geoestratégicos, en un nuevo diseño geocultural que promueva la integración de nuestros
pueblos. Por eso el concepto de Abya Yala se nos presenta como lo más
pertinente para generar estrategias integracionistas en pos de unificar a la
región frente a la nueva reconfiguración geopolítica global.
Diseñar una cartografía paralela de integración
regional entre pueblos, serviría también para minimizar los acentos
beligerantes que los Estados podrían adquirir en la competencia de capitales
locales (supeditados siempre al capital transnacional). Por lo general, la
integración se ha entendido –dentro de los marcos liberales– como un
intercambio de intereses puramente comerciales, cálculo que las oligarquías
locales promueven al amparo de las estipulaciones que dictamina la geografía
política del capital transnacional. Pero esto no produce integración sino la
conformación neocolonial de protectorados económicos.
La “diplomacia de los pueblos” no
significa la negación de nuestros Estados sino la constatación de los límites
históricos del concepto de Estado moderno-liberal en esta transición civilizatoria
global. Una “diplomacia de los pueblos” apunta a una resignificación de
nuestros propios Estados. Nuestros Estados son la cara colonial de la
modernidad; asumen, de principio, apenas una independencia formal, estancada en
una estructura racial clasificatoria que organiza, de modo estructural, una
sociedad basada en la desigualdad como motor de su desarrollo (por eso, no es
el subdesarrollo la imagen del pasado sino del futuro al que conduce el propio
desarrollo). La sociedad moderna es constitutivamente productora de
desigualdades crecientes; por eso la disposición geopolítica centro-periferia
(desarrollo-subdesarrollo) es la dicotomía establecida por la conquista como
clasificación naturalizada, donde la apuesta desarrollista no hace sino subdesarrollar
a la periferia en esa constante transmisión de valorización creciente hacia el
centro del mundo.
Los Estados deberán resignificarse
inevitablemente en la transición civilizatoria a la que tiende del mundo.
Quienes adquieran mayor grado de consciencia en ese proceso, tendrán mejores
condiciones para aprovechar la nueva reconfiguración global. El sur global,
después de 500 años, se encuentra en un contexto nada despreciable. Si no
tomamos la iniciativa, las potencias beligerantes, que también sopesan sus
posibilidades de vigencia estratégica, no harán sino moldear el mundo a sus
intereses. Pero, si era cierto aquello de que ha llegado la hora de los
pueblos, entonces de esta parte del mundo tiene que nacer el horizonte de
alternativas que alimente a un mundo hambriento de esperanza.
La
Paz, Bolivia, 26 de marzo de 2017
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